Diario de León
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antonio manilla
León

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Cicerón, que escribió sobre la vejez a los sesenta —una edad, en su época, considerada casi equivalente al más allá por improbable, como podría ser ahora superar los cien a ños—, creía que el principal de sus males no era el desgaste físico sino la sobrevaloración de la misma vejez. Se ve que el autor de las Catilinarias era más escéptico de lo que se pensaba y no tenía en mucho aprecio la duración ni que se le acercasen a solicitarle el consejo de las canas. Sabio como fue, y tan longevo, no podía ignorar que hay un tiempo para todo y para cada cosa: un tiempo para soñar los sueños y un tiempo para vivirlos, uno para cuidar y otro para ser cuidado, y, sobre todo, un tiempo para tripular la vida y un tiempo para dejarse gobernar por ella. Esa es la vejez: el momento en que se escapa de las manos el control sobre el timón de nuestros propios días. Un tío poeta del poeta Víctor Botas la definió maravillosamente en un verso que yo recuerdo siempre cuando estoy aguardando a algún amigo impuntual, aunque no llegue a desearle la muerte que por allí asoma: «Soy viejo: ya todo me está esperando». Como se ve, no siempre edad y ancianidad se corresponden. Hay viejos muy jóvenes. Y jóvenes ancianísimos.

Cronología y biología, edad y envejecimiento, no siempre van de la mano. El hombre tiene la edad de la mujer que ama. Picasso llegó a ser un joven de noventa años. Y, como ejemplo próximo, ahí está el de ese tipo que ha estado en coma dos décadas y, al despertar, sexagenario, carece de una sola arruga. Aparecerá un científico que nos lo explique, pero nosotros ya sabemos la razón: la vida, que es monógama por naturaleza, otorga caprichosamente sus dones a aquellos que prefiere. Los demás vemos cómo nos salen las primeras canas, vamos perdiendo pequeñas parcelas de control en nuestra existencia y, al contemplarnos fugazmente reflejados en la pantalla del televisor, comprendemos que lentamente nos vamos convirtiendo en el retrato de Dorian Gray de Jordi Hurtado.

Norberto Bobbio, en un magnífico libro con el mismo título que esta columna, pensaba, con Maquiavelo, igual que Cicerón: «la vejez es una fortuna, no una virtud». La edad es un grado, pero avanzar hacia la senectud —ese don súbito y a veces lentísimo— no es sinónimo de volvernos sabios.

Antonio Manilla

400 palabras

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