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León

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Hace poco más de un mes, un crío catalán me confesó por las calles de León que lo que más miedo le daba era «el terrorismo». Sin alimentárselo, mostré comprensión hacia su sentimiento, para explicarle seguidamente que también los adultos se lo tenemos. Otra cuestión, le razoné, es en qué lo convertimos. Y nuestra capacidad de neutralizarlo. El lema de la pasada manifestación de repulsa contra el terrorismo yihadista, en Barcelona, fue ese: «No tengo miedo». Quien desde luego no lo tuvo fue el Rey. Mostró imperturbable dignidad frente a unos abucheos y pancartas, preparados por un sector de quienes debían colaborar en su protección. No podía esperarse que solo hubiese aplausos y silencios respetuosos, aunque fueron los mayoritarios, pero repugna la encerrona, pues no siquiera fue espontánea. Toda una iniquidad, que ha provocado el efecto contrario: un sentimiento nacional e internacional de mayoritaria simpatía hacia su persona, pues, en efecto, el sí que no tuvo miedo. Y de tenerlo, lo disimuló, que es igual que superarlo. Las convicciones republicanas son legítimas, la afrenta pública en una situación como la referida ya no lo es. Majestad no es solo un tratamiento, sino una forma de comportarse. Como ocurre con todos los lemas, lo breve facilita que sea memorizado, pero le resta matices. ¿No tenemos miedo? Vale, pero no porque no haya motivos, pues haberlo haylo. Vencerlo es más inteligente que negar su existencia. Por ejemplo, a mí sí me lo producen la irresponsabilidad de Puigdemont, la viscelaridad de la CUP, que un monstruo haya incendiado nuestra Cabrera... Ahora bien, en mis miedos no manda nadie. Y menos quienes tratan de imponérmelo.

Negar el miedo conlleva subestimar la capacidad para hacernos daño de nuestros enemigos. Solo con lemas bienintencionados no se consigue frenar a los monstruos. Claro que tengo miedo. Pero este no me paraliza, sino que me pone alerta. El hombre del saco no existe, pero hay quienes se le parecen.

Tengamos miedo a la cobardía, cuyo efecto es devastador en toda democracia. Y al silencio cómplice. Y a ser tibios en nuestros compromisos colectivos, o en la condena del mal. ¿A qué temen quienes conocen la autoría del incendio de La Cabrera?

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