Montes que se llaman fuego
U no imagina los Estados Unidos como una nación que arde por los cuatro costados, abocada por destino a un incendio permanente, y algo debe de haber de ello porque los norteamericanos admiran de manera compulsiva a los bomberos pero le ponen escalera de incendios hasta a las catedrales. No en vano, el color del pelo de su presidente electo recuerda una calabaza pero también una llamarada. Llevan construyendo con madera desde los tiempos del Lejano Oeste, que es un material que las balas son capaces de agujerear y el fuego lo purifica. Nosotros, los europeos, sólo tuvimos una ligazón tan cercana con el fuego en la época de la inquisición, pero era con gente dentro y preferíamos los espacios abiertos y las plazas públicas: no guardamos precisamente orgullo de aquella intimidad. Esa relación privada, casi hogareña, con el fuego y su posibilidad, es algo que a mí me parece que marca el carácter de los norteamericanos. Tienen una admiración hacia él, que la trasladan también a las armas, que allí son de fácil acceso. La razón, dicen sus defensores, se halla en la declaración que redactaron en el Mayflower un centenar de colonos anglosajones de ida y vuelta y en el derecho a defenderse en un vasto país donde la policía no llega en cuanto se la llama.
Llamas, por desgracia, son lo que últimamente nos sobra en León, que arde no se sabe si por desidia en el cuidado de los montes, hijoputez supina de los incendiarios o una combinación —mezclada, no agitada— de varias razones, a las que se suman una cuestionable respuesta ante la catástrofe y el silencio cómplice. Pero el meollo y razón última tiene raíces más hondas y su origen está en la política autonómica: las leyes han alejado a las gentes de los pueblos de la gestión de las tierras comunales, que han dejado de cuidar y explotar estas fincas hasta convertirse en bosques. Antiguamente, concejos y hacenderas cumplían unas funciones que hoy superan a las juntas vecinales, también porque cada vez hay menos personas en el entorno rural. Lo ha dicho muy bien Javier Callado: «La Ley de Montes falla porque no respeta la tradicional estructura concejil». Donde las Hurdes se llaman Cabrera ahora es donde los montes se llaman fuego porque faltan vínculos entre la gente y los bosques: tome nota la Junta de Castilla y León y póngase manos a la obra.