Diario de León
Publicado por
MANUEL GARRIDO ESCRITOR
León

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C omedia, la forma más sencilla, popular e incluso primitiva de teatro, significa cantos de aldea. Esos cantos, se entiende que festivos, en forma de copla cantada o romance recitado, eran puro teatro, no importa su simplicidad, pues desarrollaban historias instantáneas para goce, ilustración o escarmiento de los audiovidentes. Allá entre los años 40 y 70 del siglo pasado hubo un personaje muy popular en Cabrera, el bañezano don Leopoldo de Mata, que fue médico muchos años del ayuntamiento de Castrillo y vivió en Nogar, donde plantó su doble cátedra, la formal de galeno, diurna y en su casa y la nocturna, y mejor servida, tabernera en la cantina de Belarmino Liñán.

Era naturalmente en esta donde daba rienda suelta al personaje que decía: inteligente, socarrón, histriónico, teatrero. Precisamente en ciertas noches festivas solía recitar fragmentos del Tenorio, y entonces, apagado el farol o candil de un manotazo, él mismo se alumbraba con una linterna bajo la barbilla. Soltero vocacional, era también algo extravagante. Y poeta. Como tal compuso muchas coplas y canciones, parte de pequeñas historias cotidianas inventadas por él, pero atribuidas a sus convecinos o personas destacadas del entorno, personajes reales por lo tanto: «cantos aldeanos», pura comedia. Así pasaba por ejemplo con su muy celebrado Romance de la vaca muerta, compuesto para burla de los guardias que combatían a Manuel Girón, el guerrillero: una noche en la sierra le dieron el alto a un bulto negro y, como no obedecía, le dispararon. Era una vaca. La mofa se cebaba en un detalle añadido: el cabo del cuartel se apellidaba Vaca; (y en cuanto al mismo Girón, cuando la noticia de su muerte aún circulaba clandestina, él ya la plañía con esta voz pregonera: «¡Ay, Manolito Girón,/ qué mala muerte llevaste:/ te mataron a traición,/ cuando menos lo pensaste!»).

Por ese mismo tiempo se mantenían, aunque ya languidecientes, ciertas representaciones, que se remontaban a principios del siglo XX o tal vez más atrás, de un teatro convencional. En primer lugar, las danzas tradicionales, estudiadas y publicadas por Concha Casado, con títulos tan llamativos como Danza del rey Nabucodonosor (Corporales), Danza de Carlomagno (La Baña), Danza de Villagarda (Nogar), Danza de San Antonio (Santa Eulalia). Al lado de las danzas, se representaban otras obras, bien de tipo auto sacramental, que instruían sobre la lucha del bien y el mal (en Trabazos, por ejemplo, hicieron una titulada El fin del mundo) o protagonizadas por personajes legendarios, como Genoveva de Brabante. Maestros y curas solían ser los promotores. Precisamente Dª. Virginia Alonso, maestra de Saceda, le contó a Ramón Carnicer, cuando pasó por el pueblo en 1962, que había representado allí la Genoveva.

Todas eran piezas antiguas y a tal sonaban. Y no sé Genoveva, pero las danzas estaban en verso romanceado: ritmo y rima facilitaban la memorización y el recitado. Sorprende pues que en ese panorama apareciera de pronto La barca sin pescador, obra tan moderna como que vivía su autor, Alejandro Casona. Ocurrió en 1963 en Castrillo de Cabrera, el día 15 de agosto, fiesta de la Virgen, y su promotor fue el joven párroco Miguel Rubio al frente de un grupo de jóvenes del pueblo. La fiesta se celebraba en la ermita de la Virgen del Castro, rodeada por un bosquecillo de viejas encinas, donde suena el viento. Precisamente sobre el muro de la cabecera de la iglesia ante una explanada se dispuso un elemental estrado. Tras la comida, todo el mundo volvió allí para presenciar a las cinco de la tarde la extraña aventura de los diez personajes del drama, entre ellos el mismísimo demonio, llamado Caballero Negro.

Y así es como Alejandro Casona volvió a Cabrera. Había estado en La Baña a finales de julio de 1932, miembro de un equipo de Misiones Pedagógicas, que entre otras actividades proyectó documentales y películas. Se llamaba entonces Alejandro Rodríguez, tenía 29 años, era maestro e inspector de enseñanza primaria, escritor de teatro y poeta en el libro La flauta del sapo. Tras la Guerra Civil partió al exilio y se estableció en Argentina. Allí escribió y estrenó, ya como Alejandro Casona, obras de teatro de gran éxito, tanto en la misma Argentina, como en España, entre ellas La barca sin pescador, estrenada en 1945. En 1962 volvió a España. Murió en 1965. Su retorno y el rápido y prematuro final se me antojan llenos de melancolía. Imaginamos por eso cuánto lo habría complacido la noticia de que el joven sacerdote de un pueblo cabreirés, cercano a La Baña, se había atrevido con una de sus obras mayores.

Yo lo imagino ahora una noche de finales de julio en La Baña, mientras vigila el paso tembloroso de la cinta en la máquina proyectora sobre la sábana blanca que hace de pantalla: el joven aficionado al teatro sueña, de pronto abstraído, que vuelve un día a este pueblo y asiste a la representación de una de sus obras famosas, escrita en un país allende el mar durante el largo exilio al que deberá partir tras la derrota en una guerra civil que ya está a punto de empezar. Fin (lo vio de pronto en la sábana).

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