TRIBUNA
Los Torquemadas rojos
V a ser cierto que los extremos se tocan. Cuando alguien opina que no debe confundir la libertad con el libertinaje, acostumbramos a suponer que es de derechas. Pero… ¿qué pasa si un izquierdista muy izquierdista parte del mismo principio. Durante siglos, la Iglesia católica sostuvo que el error no tenía derechos. El marxista Antonio Gramsci no decía otra cosa, en 1917, cuando predicaba la intransigencia hacia los que caían en el despropósito. Porque la libertad no estaba para defender tonterías. Nadie tenía derecho, a su juicio, a decir que pensaba lo que pensaba porque esa era su opinión y punto. Cuando alguien así se negaba a discutir, su interlocutor no debía mostrar tolerancia. Aunque parezca mentira, nuestro marxista-leninista no se diferenciaba gran cosa del carlista Vázquez de Mella y su santa intransigencia. La tolerancia que propugnaba nada tenía que ver con el respeto hacia los que toman opciones que nos parecen erradas.
Gransci, al escribir, parece una especie de antiguo seminarista. Cuando dice que odia a los indiferentes, es inevitable pensar en el Evangelio, donde encontramos un desprecio simétrico hacia los tibios.
Marx tampoco fue lo que se dice propenso a dudar de sus propias convicciones. Su cuñado, Paul Lafargue, nos dice que estaba convencido de que cualquiera con buena fe no podía sino coincidir con su forma de ver el mundo. Eso deja al discrepante en una posición desairada: sus motivaciones no pueden atribuirse a un intento honrado por encontrar la verdad, que podrá o no estar equivocado. No en vano, el autor de El Capital atribuía a sus teorías el carácter científico de lo inapelable. Las de los socialistas que le precedieron, en cambio, eran utópicas. Se convirtió así en un profeta de los desheredados, aunque, curiosamente, se refiriera a los más pobres de entre los pobres con un término peyorativo: lumpenproletariado.
Bakunin le dedica duras palabras, tachándole de «hábil manipulador político». Para el pensador libertario, era un error hacer oficiales en la asociación mundial de los obreros cualquier tipo de principios. Como, por ejemplo, el ateísmo. Se oponía, también, a la pretensión de establecer un gobierno fuerte porque temía que acabaría degenerando en una tiranía. Una sociedad en manos de sabios socialistas sería el peor de los despotismos, con los trabajadores como primeras víctimas. ¿Tremendismo, quizá? La posterior historia de la Unión Soviética o de la China de Mao dejó cortas sus peores pesadillas. Pero… ¿no habíamos quedado en que Marx era tan majo y tan poco dogmático que ni siquiera se consideraba a sí mismo marxista? Esta es una mala interpretación de sus palabras, de un comentario irónico a propósito de la deformación de sus teorías por parte de algunos de sus seguidores. Si ellos eran marxistas, él no lo era. Eso no significa que dejara de estar tan seguro como siempre en su doctrina.
La intolerancia en la izquierda puede parecer un contrasentido, pero es producto de ciertas ideologías que funcionan, en la práctica, como religiones políticas. A partir de una visión del mundo que podría describirse como una actualización, en términos laicos, del antiguo maniqueísmo. A un lado está el bando del bien, al otro el del mal, el de los que no quieren que la sociedad avance hacia la tierra prometida. Robespierre, en plena revolución francesa, ya evidenciaba no distinguir matices entre el blanco y el negro cuando afirmaba que solo conocía dos partidos, el de los buenos y el de los malos ciudadanos. Precisamente porque el otro representaba el mal, tenía que ser exterminado. La piedad se convertía no solo en un error político sino en una actitud, además de contraproducente, inmoral. Con la revolución rusa, las cosas no serían distintas. Lenin, un especialista en denigrar a sus enemigos, no se distinguía por su aprecio al pluralismo. Cuando un socialista español le preguntó por la libertad, su respuesta fue un demoledor «¿para qué?». En la actualidad, los ejemplos de intransigencia «progresista» siguen lejos de desaparecer. Sin ir más lejos, en la cuestión religiosa, con la frecuente defensa de un laicismo agresivo que se complace en ridiculizar a los creyentes. Si es que no presenta todas las religiones como ideologías violentas por naturaleza, como lo sería supuestamente el Islam, sin entrar a distinguir entre un derviche y un terrorista del ISIS. La tosquedad intelectual, por más que intente vestirse de modernidad, es eso, tosquedad. Andreu Navarra, en su magnífica historia del ateísmo (Cátedra, 2016), cita unas palabras de la Asociación de Ateos y librepensadores de Andalucía que destacan por su brutal condescendencia. El texto afirma que los ateos no desprecian a los creyentes. Acto seguido, se encuentra desolador que estos prefieran «las ficciones tranquilizadoras de los niños a las crueles certidumbres de los adultos». Por ello, son dignos de compasión, al ser víctimas de un engaño por parte de personas que les mienten por sistema. Probemos a interpretar estas afirmaciones desde el punto de vista de los destinatarios: ¿es o no agradable que te comparen con un menor de edad en razón de tus sentimientos?
González Prada, el gran anarquista peruano, no era precisamente un hombre complaciente con la Iglesia. Pero no dudaba en reírse de los «Torquemadas rojos», aquellos que reducían el librepensamiento a la clerofobia. Porque se daba cuenta de que esta era una forma fácil de exhibir una patina de falso progresismo mientras se hurtaban al debate las cuestiones que de verdad importaban, las sociales. ¿No sucede lo mismo hoy cuando algunos truenan, con santa indignación, contra la imposición de una medalla a la Virgen, que es algo que no hace mal a nadie a fin de cuentas?
La verdad es que siempre ha sido más fácil meterse con los curas que con la explotación del sistema capitalista. Como fácil ha sido defender un cientifismo irreal. Bien está que se critiquen los postulados de ciertas manifestaciones de religiosidad, opuestos a la evidencia empírica, pero habría que tener en cuenta que determinadas ideologías laicas son igualmente supersticiosas. La experiencia, por ejemplo, no ha validado el materialismo dialéctico por más que millones de personas estuvieran dispuestas a matar y morir con él. ¿Qué tiene que sea más científico que la teología? Si lo pensamos bien, por cierto, una cruzada sigue siendo una cruzada aunque se haga en nombre del Manifiesto comunista o de la ciencia. Porque no sale a cuenta querer sacarle los ojos al prójimo cuando se desea, supuestamente, que vea la luz.