Cataluña
S i algo suscitan los acontecimientos que se viven en Cataluña es, además de una pena muy grande, la constatación del fracaso de la política, lo cual multiplica esa pena.
En España, y no digamos en Cataluña, no se sabe o no se ha querido hacer política, acaso porque ésta se ha usado sólo como instrumento de poder y como expendeduría de privilegios, y no como herramienta democrática para el progreso en todos los órdenes de la sociedad. Ni amansar con dinero y con disparatadas transferencias a los jerifaltes nacionalistas es hacer política, ni engañar a un pueblo haciéndole sentirse superior a los otros que componen la nación española lo es. Ese vil sucedáneo de la política no podía sino llevarnos a donde nos encontramos ahora, en ningún sitio.
A la politización de la Justicia, tantas veces denunciada, no podía sino sucederle, como consecuencia inexorable, la judicialización de la Política, y alimentando ese fracaso se hallan hoy el Gobierno de España y el rebelde Govern de la Generalitat. El uno, ciñéndose y limitándose a la aplicación de unas leyes que se muestran ineficaces, e incluso contraproducentes, para resolver o encauzar un problema político, el del encaje en el conjunto nacional de un territorio que se ha mostrado siempre algo reacio a encajar, y el otro, tirando por la calle de en medio, apropiándose de lo que no le pertenece, retando al Estado, burlando el orden constitucional y, lo que es peor, transformando las legítimas aspiraciones de una parte del pueblo catalán en un fundamentalismo nacionalista de raíz entre pesetera y mística cuya imposición al resto conllevaría la abolición de la democracia. Pero ese fracaso general de la política hará que pierdan, que perdamos, todos. Rajoy con su Código Penal (que ni siquiera conserva el eficaz artículo del Código del 32, el de la II República Española, para casos como éste de rebeldía y sedición) podrá trampear durante un tiempo, pero no resolver el problema político ni, ojalá me equivoque, garantizar el orden público y a lo que éste debe servir en democracia, la libertad.
Y Puigdemont, Junqueras y toda la cuerda de líderes facciosos que han embaucado a media Cataluña con su promesa de Arcadia feliz sin despeinarse y porque sí, no habrán conseguido otra cosa que sembrar la semilla del odio y anegar a la sociedad catalana en la frustración.