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PANORAMA Victoria Lafora
León

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C omo si este país no hubiera tenido suficiente con la guerra de las banderas en la etapa siniestra de los años de plomo de ETA, volvemos a las andadas. España es estos días un arrebolar de lienzos rojos y amarillos con más o menos rayas, con estrella azul o sin ella. Del ondear en los mástiles ha pasado a cubrir las espaldas de entusiastas que, a modo de poncho, las pasean por las calles. Por si fuera poco el colorido espectáculo de unos y de otros, acaban de aterrizar en Cataluña una representación de cuanto nacionalista hay en Europa (que todavía quedan y crecen como se ha visto recientemente en Alemania). Vienen a apoyar el referéndum acompañados, como no, de sus respectivas banderas y sus trajes tradicionales. Si el asunto no fuera tan grave podría confundirse con un adelanto del carnaval.

Pese a que la bandera española ha recuperado espacio en algunos balcones sigue siendo claramente minoritaria frente a la estelada, no solo en Cataluña, si no en el resto del Estado. Salvo en acontecimientos deportivos, la bandera constitucional no suele salir mucho a la calle; somos poco nacionalistas en conjunto y se sienten mucho más los símbolos del terruño. Aspecto éste que no estaría mal si fuera la constatación del ansia de borrar fronteras en Europa o el sentido de globalidad inevitable del mundo en que vivimos. No es el caso. En este país de memoria trágica las banderas han sido siempre excusa para golpear al contrario e incluso para matar. En nombre de la enseña que llevaba el aguilucho, hoy ilegal, se ha asesinado mucho e incluso, tantos años después, sus víctimas siguen bajo tierra en las cunetas.

Hay pues que tener mucho cuidado con los símbolos porque su capacidad de enfrentamiento tiene un gran poder de contagio. Sin ir más lejos, los restos de la todavía no desaparecida ETA aplaude el desafío catalán e insta a replicarlo en Euskadi. Recomienda aprender la lección del soberanismo de Puigdemont y seguir la misma senda con ellos de observadores. No desean tutelar el camino hacia la independencia pero sí estar atentos por si acaso se desvía de su ruta correcta. Urkullu debería tomar nota de la oferta y los ciudadanos del País Vasco recordar lo que sucedió ayer mismo.

Y otro aviso a navegantes: la Iglesia catalana, tan equidistante del enfrentamiento de la sociedad por la que vela, no va a vivir de forma confortable. Que no se engañe. La CUP, verdadero poder fáctico de la independencia, ha advertido que cuando la desconexión se produzca tendrá que pagar el IBI y no habrá ayudas a la educación religiosa. Por si no lo tenían claro, frente al símbolo de la catedral de Tarragona, la diputada de esta formación, Mireia Vehi, ha proclamado que «en la Cataluña libre la Iglesia católica no será la quinta columna del patriarcado». Ahí queda eso.