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León

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La veo venir por la vereda adelante con el sombrerín de paja en la cabeza, la aguijada en la mano izquierda y la derecha terciada sobre el hombro en el que descansa la azada con descuido. Pasea sin prisa, como tantas veces a la vuelta de las labores del campo, mientras el sol atardece a su espalda como si la teloneara y la sombra la adelanta tres pasos al borde de soltarse. No corría el agua, me dice cuando nos cruzamos en el arranque del camino que divide las fincas de la Reguera, antes incluso de que le pregunte. Fui a limpiar un poco la presa para que se riegue la finca, me insiste socarrona desde los ojos que se ahondan en las arrugas del friso de sus entonces má de 80 años. Agüela, no podías decirlo, me excuso. Mientras yo pueda..., la escucho, todavía más 10 años después, ahora que cierro los ojos para poder recordarla resguardada en la trastienda de la memoria, donde queda ya desde ayer sin más remedio mi infancia.

La llave la echa mi güela Rogelia al salir por donde lo hicieron mis otros tres abuelos. Pero aún me cuelo otra vez por esa puerta a mitad del pasillo que daba a la carnicería de la plaza en Boñar y sigue ahí, detrás del mostrador, desde primera hora de la mañana a pesar de que ayer se acostó la última. Se acerca y me cuenta una vez más cómo trabajaba de niña en la cueva de los quesos que ahora duerme bajo el estrecho de Armada, cómo estuvieron los moros en los parapetos del monte de las Canalinas por cima de Utrero en aquellas del 36, cómo sonaba el acordeón con el que la hija de Lauro llenaba el dúo de Cándido y su padre en las romerías de la ermita de San Antonio de Padua, cómo el agua arrastró el valle de Vegamián en su curso con la vida a cuestas y todo por estrenar, cómo cosió una familia con el hilo de la humanidad inmensa de mi abuelo Lumi para llegar por medio de mi madre hasta mí y a sus biznietos. Me acuerdo de todo eso ahora que tengo frío. Ahora que sé que ya no habrá quién me arrope cuando descabece la siesta en el escaño de la cocina, porque nadie me hará nocilla casera con azúcar y cola cao mezclado en el tarro de la margarina, porque en Viernes Santo no quedará bacalao al ajo arriero para merendar, porque no habrá hornera que huela como aquella que ella atizaba para lustrar la matanza, porque necesitaré que alguien disculpe mis trastadas y no quedará nadie alrededor para ordenar que dejen al niño en paz. Mientras yo pueda... ¿Pero quién lo hace ahora, güela? Ya no tengo quién me excuse cuando quiera ser niño.