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Publicado por
antonio manilla
León

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Nos complace ver morir a las moscas tal vez porque ellas son las primeras que acuden siempre a nuestro cadáver. El frío, que a los de sangre dulce nos gusta porque mata a los insectos, es un aliado implacable, aunque no siempre efectivo: cuando se ha visto revivir a una mosca cadáver al caldear una casa tomada por el invierno, casi no se puede evitar un arrebato teológico y pensar seriamente en la vida eterna, la posibilidad de la resurrección y las series de zombis. Se despereza la criatura muy lentamente, emite unos leves gemidos y al poco se lanza un poco atolondrada a investigar el aire de lo que debe de considerar el paraíso de los insectos. Su vuelo carece de la agilidad y donosura de julio, por lo que se posa en cualquier sitio, un poco fatigada. Si logramos evitar darle un manotazo, respondiendo al impulso que nos manda nuestro cerebro reptiliano, comprobaremos que el pragmatismo prima en todo el reino animal, porque el bicho se afanará en encontrar inmediatamente algún alimento que echarse al coleto. El chisporroteo del trasiego de aquí para allá de esa imitadora de Lázaro nos ambientará la estancia con recuerdos del verano.

Si convoco a esta columna a un ser tan aparentemente alejado de la actualidad, es porque pocas cosas tienen más actualidad que aquello que nos es familiar. Puede que el perro sea el mejor amigo del hombre, pero de lo que no cabe duda es que nuestra más fiel compañera es la mosca. De la cuna a la tumba, a nuestra vera, aunque le seamos ingratos. «Cuando yo te maté, mirabas hacia fuera», dejó escrito Dámaso Alonso. Pero uno, conservacionista en términos generales, es perfectamente capaz de comprenderlo.

En Tenerife, por ejemplo, tienen unas moscas africanas que dan una nueva dimensión al adjetivo «cojoneras». Uno las ha contemplado actuar en comando a la hora de la siesta. Resulta imposible considerarlas como ángeles negros, aunque estén al servicio del ángel caído: lo que apetece es fumigarlas por la vía rápida. En la evolución de las especies, esas moscas equivalen a las pardelas, que también adornan las orillas tinerfeñas: unas gaviotas parlanchinas que se pasan la noche hablando como niños y que, a la menor molestia, forman un equipo para bombardear con detritus y espumarajos a los viandantes. «Se escribe», decía sabiamente Marguerite Duras, «para mirar morir una mosca».

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