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León

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León mide su temperatura en los bares como Bilbao lo hacía en la ría. La costumbre ha terminado por encomendar el reto del desarrollo económico leonés a la capacidad de un pelotón de cocineros y camareros, que siempre han sido el último cordón sanitario para rescatar a la población del suicidio del prozac. La salvación se anuncia con la concesión del título de Capital Española de la Gastronomía para 2018 logrado esta semana frente a Cuenca, después de que el jurado se cansara de bendecir la propuesta que le solían traer servida. No nos pusieron al final a mirar hacia ningún sitio, como aventuraban los chistes preparados. Ahora, el sello amenaza con colocar a la provincia entera en el escaparate turístico para que demuestre qué puede dar de sí el hito conseguido con la candidatura por primera vez esta tierra: la unidad de un sector entero y sus instituciones en un empeño común, olvidada por un tiempo la máxima cainita que lo ha guiado hasta ahora, al igual que a los comerciantes, y que pasa por dejarse cortar una mano si al de enfrente le quitan las dos. Sólo hay que ver que la asociación provincial está en concurso de acreedores y que los colectivos de barrio son inoperantes, más allá de ferias aisladas, lo que les resta interlocución real y les arroja a la depredación de las patronales y la Cámara de Comercio.

La capitalidad —que se apunta el concejal Pedro Llamas porque se le encomendó hace dos años a Margatita Torres y la pilló liada— debe servir para mejorar la situación laboral de empleados con 4 horas cotizadas en el contrato y 10 de jornada, con la falta de profesionalización que se da en el convencimiento de que sirve cualquiera y no necesita formarse. La marca, que gana o pierde amarrada al éxito o fracaso de la ciudad que la ostenta, concede una oportunidad para superar los complejos. Pero a su vez, el blasón fija el foco sobre las carencias que ahora se esconden entre la abundancia de las patatas fritas con las que se entierran las apuestas del tapeo de fritanga low cost y el abandono de la carta a manos de la tiranía del menú del día. No debería valer todo. No vaya a ser que pasemos a la historia de la Capital Española de la Gastronomía como la que patentó los paquetes turísticos de despedida de soltero: 50 euros por el hotel, una comida, media docena de copas y, de regalo, un tanga como el de Borat y una diadema para plantarse una polla en la cabeza.