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TRIBUNA

Vivan los pueblos vivos (con más razón que nunca)

Publicado por
Carlos Santos de la Mota autor del libro ‘León, historia y herencia’
León

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Me siento triste. Vergüenza es también lo que siento de esta España, o lo que sea, porque está empeñada en no querer ser lo que es: diversa, plural. Y emperrada en lo contrario: una concatenación obtusa de arriba a abajo que no hace más que dar patadas contra el pesebre.

El 27 de septiembre de este año y en este mismo medio ya publiqué un artículo (Vivan los pueblos vivos —Catalunya vs. León—) defendiendo el vigor y la dignidad catalanas en pro de sí misma y contraponiéndola, para mejor entenderlo, con la flojera o ausencia de orgullo de lo leonés cuando aquí no es que nos hayan negado ninguna independencia, sino una simple autonomía.

Hoy estoy más aún si cabe al lado de la dignidad catalana frente al carpetovetonismo cerril español y su reciente versión (incluida la del borbón Felipe VI) del «a por ellos» que sonroja por sí mismo.

España, la «Monarquía Hispánica», que no es nada sacro ni ha sido santificada por nadie, nace en 1479 cuando Fernando e Isabel deciden juntar sus intereses que luego han querido entenderse como horma obligada y según patrón del espacio hegemónico que recayó en la corona de Castilla (por cierto, la «corona de Castilla» nunca ha sido exactamente «Castilla», sino más pueblos de nombre callado). La unidad peninsular, es decir, también Portugal se hace bajo el dominio de Felipe II en 1580 y esa «España se compone de tres coronas: Castilla, Aragón y Portugal» (Francisco de Quevedo en «España defendida») pero según fórmula «aeque principaliter» (igualmente importantes), conservando cada una sus fueros, leyes y privilegios porque esa unión había sido voluntaria y sumando sin restar.

No obstante ello, la representación de la corona de Castilla siempre tenía la mayor voz (que nos lo digan a los leoneses, incautos aventajados en lo de la unión-desfiguración-anulación, año 1230). Esta especie de hegemonía «castellana» estaba limitada tanto en la parte aragonesa y del principado de Catalunya como en la portuguesa, de ahí que por propia iniciativa los eventos, cambios y requerimientos diversos fueran abordados tirando más de la hucha «castellana» dando origen al tan manido: «En Navarra y Aragón no hay quien tribute un real; Cataluña y Portugal son de la misma opinión; sólo Castilla y León y el noble pueblo andaluz llevan a cuestas la cruz» (Quevedo). Pero esa no es toda la verdad. La verdad entera es que la corona de Castilla también gozaba del beneficio de constituir un núcleo central (cargos, representaciones, poder, quedaban adscritos y centrados en y al servicio de «Castilla»).

La bola de nieve engorda como el ego, el ego se traduce en supremacía o lo que es peor y que ha sido una constante en el núcleo castellano (diferenciamos el leonés que ya sólo era un adosado), el trasladar a la práctica las «costumbres, al fuero llamado de ‘albedrío’ que permitía sentenciar por ‘fazañas’» (Ferran Soldevila). Dicho en términos coloquiales, parece que en el espacio territorial «Castilla» o bajo su ideario se halle la mejor fábrica de testosterona de toda la península.

Pero llegamos al siglo XVII, y cómo no vamos a hablar de la «Unión de Armas», del rey de la Casa de los Austrias Felipe IV y de su valido el conde-duque de Olivares con su proyecto aforísticamente denominado «Multa regna, sed una lex» (Muchos reinos, pero una ley), es decir, la génesis de la uniformidad peninsular a la forma y manera del modelo bajo la dominación de la corona de Castilla: «Tenga Vuestra Majestad por el negocio más importante de su Monarquía, el hacerse Rey de España: quiero decir, Señor, que no se contente Vuestra Majestad con ser Rey de Portugal, de Aragón, de Valencia, Conde de Barcelona, sino que trabaje y piense, con consejo mudado y secreto, por reducir estos reinos de que se compone España al estilo y leyes de Castilla, sin ninguna diferencia, que si Vuestra Majestad lo alcanza será el Príncipe más poderoso del mundo», expresaba Olivares (1624). Y así poco a poco vamos entendiendo el porqué de las cosas, por qué los polvos se vuelven lodos y cómo hemos soportado monarquías «absolutistas», ligeramente distintas a las «compuestas» y/o «limitadas» de otros países europeos.

Por supuesto ese intento de uniformidad fue recibido con grandes alegrías en la corte de Madrid: «único medio para la sustentación y restauración de la monarquía» (John Elliott), pero abrió heridas tanto en la corona de Aragón-Catalunya como en Portugal que dijeron no, entre otras cosas por seguir sus propias leyes.

Unos años antes, dentro de la «Guerra de los Treinta Años» (1618-1648) que no son más que conflictos internacionales por la hegemonía, Francia —que se siente cercada por el dominio-herencia español por la parte de Flandes, Lorena, Alsacia, Franco Condado, Saboya, Lombardía— declara la guerra al común denominador España y en esa punta de lanza está la corona de Castilla (1636). Ésa misma, como hegemónica, ocupa militarmente Catalunya (40.000 hombres a los que se les acusa de robos, exacciones, saqueos y que merece las protestas de la Diputació del General y del Consell de Cent), pretende además de ésta, como de Portugal —y por supuesto de su propia corona, exhausta ya—, medios económicos y varios millares de hombres, lo que suponía una violación de sus fueros y leyes. El trato era demasiado inaceptable: «‘era demasiado fuerte como para ser aceptado sin resistencia’ por unos ‘reinos y señoríos que habían disfrutado desde siglo y medio de una autonomía casi total’; y, en segundo lugar, porque ‘el propósito de crear un nación unida y solidaria venía demasiado tarde: se proponía a las provincias no castellanas participar en una política que estaba hundiendo a Castilla cuando no se le había dado parte ni en los provechos ni en el prestigio que aquella política reportó a los castellanos, si los hubo’» (Joseph Pérez). La llamada «Unión de Armas», pues, o ideario unificador del conde-duque de Olivares y Felipe IV no es aplicada por la oposición de las cortes catalanas, y el descontento por los abusos del ejército de la corona de Castilla dio lugar al levantamiento del campesinado y sublevación catalana (eso sí era rebelión) que desencadena el «Corpus de Sangre» (07-06-1640) con la «guerra de los segadores». En medio de ese desastre y con Catalunya oprimida y ocupada en términos reales por los mejores guerreros «castellanos», Portugal aprovecha para declarar su independencia (01-12-1640). En ese sentido Portugal debe su independencia a Catalunya. Pero no fueron los únicos alzados: en Andalucía el duque de Medina Sidonia, en Aragón el duque de Híjar, en Navarra Miguel Iturbide, sobre el mar el navegante Pedro Velaz de Medrano, en Nápoles el duque de Guisa... La hegemonía europea perseguida por la corona de Castilla se viene abajo por doquier y llega la «Paz de Westfalia» (1648), la «Paz de los Pirineos» (1659), el «Tratado de Utrecht-Rastatt» (1713-1715). ¿Nadie se pregunta por qué Gibraltar no quiere ser español ni de coña, ni por qué a Portugal su estatus actual ya le va bien? Algo hay para que nos huyan.

Luego, por resumir mucho, viene un rey borbón, Felipe V, la «Guerra de Sucesión» (1701-1713), el «Sitio de Barcelona» (1713-1714) y el «Decreto de Nueva Planta» (1716). Ya en el siglo XIX fatalmente Luis Daoiz y Pedro Velarde nos hacen la puñeta (1808) y nos alejan de la Ilustración que nos traían los franceses y que apoyaba la intelectualidad más y mejor española. El «Sexenio Democrático» (1868-1874) cansa a Amadeo de Saboya, no somos capaces de tirar adelante con la I República, nos caen más dictaduras absolutistas, sufrimos depresiones cósmicas por las independencias de «Indias», y Cuba, Puerto Rico, Filipinas y Guam o Guaján están al caer (1898), son los últimos. Al principio del siglo XX viene más dictadura y una «dictablanda». La II República..., ¡ay, lo que el viento se llevó!, y finalmente la peor de las guerras, la civil (1936-1939 y el ábside tenebroso 1939-1975). Al menos la II Guerra Mundial purgó en Europa lo que aquí no fue posible. Hasta que llegamos a Rajoy I (2011-2017, de momento) con sus validos «ad hoc»: PP, C´S y PSOE (el PSC sólo sostiene el botijo).

Ante todo esto, ante el saber que desde una parte y desde una sola doctrina no se hace más que querer la imposición, alguien se lo tiene que hacer mirar y ese alguien no es el diferente, sino el que quiere hacer del diferente un sujeto dominado a favor de una uniformidad, ahora sí, «manu militari», porque no otra cosa es el artículo 155 del librillo que dicen constitucional... Nadie se confunda; han pasado cosas para que la acción se alimente con reacción. La represión catalana actual, el encarcelamiento de todo su gobierno es una barbaridad de proporciones que pueden llegar a ser catastróficas. Crea nuevos mártires, de la misma forma que quien así actúa denuncia, retrata y delata a verdaderos torpes, por no decir profesionales de un totalitarismo hasta ahora enmascarado. El argumento de la «aplicación de la ley» no es válido y mucho menos «conveniente», y si no es conveniente tampoco es válido en términos de réditos positivos, sino simplemente torpeza política mayúscula, cuando no impotencia ejecutada por el brazo de la fuerza que ya se sabe sin razón.

En estas circunstancias, yo, leonés de nacimiento y de convicción, también me considero independentista de mi propio pueblo tantas veces negado. De ese cuadrante noroccidental peninsular incluido el Portucalense. Ahora tengo argumentos como nunca y estoy más decepcionado que nunca de la españolidad incluso diversa que pudiera quedarme, mucho más de la unívoca. Sin embargo no me parieron así, pero las amochadas de un Estado gangrenado hacen milagros, rompe en añicos su supuesto debido respeto y abre ojos y oídos a los que quieran abrirlos. ¿Habrá alguna Fiscalía que «afine» y ordene a jueza o juez condenarme y encarcelarme por mis osadías?, ¿por haberme aclarado las dudas y obligado a llegar a semejante decepción? No quiero dar la espalda a mi sonrojo. No quiero ser uno de «¡a por ellos!», no quiero solucionar problemas ni con la testosterona ni con el imperio absurdo y obtuso de la ley rígida, y no quiero ser copartícipe ni siquiera de pensamiento de una solución de tercos que no me produce más que vergüenza. Soy de ese León, ¿se acuerdan?, del León que sufrió la secesión de la prístina Castilla y que lo pagó con su propia defunción a manos de aquélla y de su proyecto enfermo-inoculado basado en conquista, apropiación y adaptación obligada. Pues esa política, desde el Fernán González hasta el Rajoy I de la España que deje, me sobra, es más, me produce hastío y rechazo ante la certeza de que nos sostenemos (¿como nación?) sobre un montón de imposturas, imposiciones y mentiras desde el mismo núcleo central, de donde parte todo este magma cada vez más insoportable. ¡A por ellos!, no, ¡a por nosotros mismos!

Ahora bien, ¿cómo se explica esto a los españolitos que ven en España no una casa común, diversa, distinta, armónica, sino un sagrario sagrado muy venerable y nunca por nunca jamás inmutable y ni siquiera osando la diferencia con el pensamiento?, ¿cómo se les explica que España no ha sido desde siempre y que no lo será para siempre, sobre todo si se pretende a base de testiculina?, ¿cómo se les explica que la voluntad catalana desde siempre ha sido, no sólo no ocuparnos, ni entorpecernos, ni desgastarnos, ni cambiarnos, sino mejorarnos en una interpretación moderna y coordinada, sumando sin restar, para beneficio del común?, ¿cómo por no saber entenderlo hacemos nosotros todo y más para que quieran aspirar a la independencia como única salida a su preservación? El pueblo español puede ser una veleta. A la veleta le sopla el viento del Gobierno central y su dirección no es casual. Tiene medios, tenerlos puede coadyuvar a obcecarse. ¿Todavía quedan esperanzas para la razón? A pesar de que a esto lo llamen democracia sigue vigente aquello de Unamuno: «Venceréis, pero no convenceréis.» Y si no «vence» la España deseada sino una implantación «porque sí», ¿no estaremos reeditando iguales fracasos seculares? Hay hedores de venganza, llevamos siglos de experiencia.

No hemos avanzado nada, se puso a germinar hace mucho una semilla enferma, glotona, prepotente y muy solidaria para sí misma, y comemos de esa misma enfermedad, ciegamente, irreflexivamente. ¿Nadie se acuerda del embrión del condado de Castilla y de su proyección en Castilla la Vieja, después la Nueva, más tarde la Extrema, posteriormente la Novísima, en fin, siempre el nominal Castilla del no fin poco menos que con límites «ad infinitum»? El proyecto de la España-embudo equivocada tiene raíces hondas y es un buen argumento para el timo, la utilización emocional y los irracionales fondos del más puro fanatismo-nacionalismo español. Tantos siglos de decadencia, y qué decadencia, tienen su explicación.

Pero lo peor, el «españolín» en su mayoría ha cogido tique de butaca preferente donde habita la España de la roña más asentada, y mira su película sin saber ni darse cuenta de que también él mismo se está destrozando. Víctor Hugo, francés, se preguntaba algo así como «¡Cuánto saber es necesario para luchar contra la ignorancia, que llaman inocencia!». Pues eso.

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