Diario de León

Publicado por
LA GAVETA CÉSAR GAVELA
León

Creado:

Actualizado:

T al vez hay tres grandes amores en la vida. El primero sucede entre el niño y su madre, esencialmente su madre. El niño que encuentra el mundo todo en la palabra de su madre, en su cariño, en ese reino puro, eterno y breve a un tiempo, que sucede en los primeros pasos en la vida. Lo que el niño recibe de su madre en ese tiempo mítico, será el bagaje más crucial de su existencia. El que no tuvo la suerte de poseerlo, siempre lo echará de menos. Aunque siempre podrá ser una persona digna y honorable.

El segundo amor es el que sucede entre dos personas. El de los enamorados. Ellos lo tienen todo, aunque tengan poco. El amor llena sus vidas, las explica y ordena. Las libera y sorprende. Y se basta a sí mismo. Es más, si no se basta, no es amor. Por eso, los enamorados viven para su amor, y a través de él contemplan la vida, y actúan en ella. Pero sabiendo siempre que, más allá de las cosas y el trabajo, de los viajes y el tiempo, está el corazón de su existencia. El amor. Y se diría que todo lo que les sucede es epígono de ese amor, escenario, coyuntura, luz. El amor esta al fondo del ser, dirigiéndolo. Y los amantes se saben invencibles.

El tercer amor, acaso, es el que une al ser humano con su raíz geográfica. Todos tenemos ese amor. Y los que han vivido en varias ciudades en su infancia o adolescencia, siempre elegirán uno de esos espacios. Espontáneamente un vínculo se impondrá a los demás. Y sentirán que son de ese lugar. Ni peor ni mejor que los otros, más pobre o más rico, rural o urbano, elemental o sofisticado, humilde o aristocrático. Ese territorio siempre irá con ellos, como va la memoria de la madre y como va el amor. O su añoranza si se ha perdido. Y la ilusión de encontrar otro.

La Ponferrada de mi infancia y adolescencia, mucho más que la de la primera juventud, es mi territorio, como el de tantos amigos, compañeros y paisanos. Era una ciudad modesta, sucia, ruidosa y elemental. Una ciudad secundaria, menor, situada al final de una carretera angosta y peligrosa que salvaba el puerto del Manzanal. La misma carretera que, por otra parte, tenían que recorrer todos los gallegos para salir de su esquina verde y marinera en el cuadrante noroeste.

Aquella ciudad no inspira un sentimiento nostálgico, en absoluto. Estamos hablando de amor. De lluvia y nieve, de carbón y agua de los ríos que la cruzan. De miles de imágenes que dejó en mi memoria. Amor, sobre todo, a unas personas que hace mucho que se fueron. Que tuvieron vidas anónimas y honradas. Que eran mayores, ancianas incluso, cuando coincidieron en el tiempo con aquellos niños que fuimos. Todo eso que se fue sigue en nosotros. No pide nada, no tiene sentido que lo pida. Sencillamente, está ahí. Y es un amparo a veces. O una melancolía. O un privilegio. También un misterioso estímulo. Y así más o menos pasa la vida. La vida, que es lo que tenemos.

tracking