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Publicado por
AL DÍA DIEGO CARCEDO
León

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C omo está sobradamente demostrado que el ser humano no escarmiente en cabeza ajena, es imposible no alarmarse ante la fiebre que estos días se ha desencadenado en torno al bitcoin tras el anuncio de Maduro. La moneda virtual o criptomoneda surgida para facilitar la especulación hace ocho años ha pasado de ser una extraña iniciativa financiera, sin padre ni madre, es decir, sin un Estado que la avale ni un banco emisor que la sustente, sin billetes impresos ni monedas tangibles, a convertirse en un verdadero delirio entre inversores poco convencionales que no puede por menos de causar intranquilidad. Aun así, ahí sigue, y gana nuevos adeptos. El último, Nicolás Maduro, quien busca en el bitcoin venezolano una nueva vía de escape a la maltrecha situación económica de su país. Todo parece clarísimo y de un aire tan prometedor que no es por menos de dudar y hasta temer. Cuando uno escucha, bien es verdad que sin entender muy bien las argumentaciones sobre las maravillas del bitcoin, que en los últimos días ha roto todos los récords de beneficios, enseguida viene al recuerdo el excelente libro de Galbraith sobre la historia de las euforias financieras, con un recuerdo para la locura de la tulipamanía que arruinó la economía de los Países Bajos, por no hablar del desbordamiento del precio de las especies que incluso superó al del oro.

El bitcoin cuenta, eso es evidente, con defensores muy expertos pero hasta su propia existencia resulta un poco absurda; si se considera la conveniencia de mantener la estabilidad de las monedas oficiales, inventarse una nueva y sólo virtual resulta a todas luces innecesaria. ¿Acaso con el euro, el dólar, el yen y el franco suizo como monedas de referencia no hay suficiente para mantener un equilibrio entre las economías de los países y para garantizar sus operaciones? Cuesta asumir que el invento del bitcóin —que dicho sea de paso también no es la primera iniciativa de esta naturaleza que existe—, no parece ofrecer otra ventaja que no sea la de estimular y facilitar la especulación, esa forma de ganar dinero fácil —no digo que sin riesgos— sin contribuir directamente a la inversión, antes al contraria volviéndola innecesaria para obtener beneficios, a la creación de puestos de trabajo, al crecimiento industrial, al desarrollo comercial, y menos aún a reducir la desigualdad social