La fábrica del odio
E s imposible que leamos la noticia de que un británico ha matado a otro en Manchester o en Liverpool, porque llevaba unos tirantes con la bandera del Reino Unido. Sería una extravagancia impensable que alguien en Lyon o en Burdeos, matara a otro de un golpe en la cabeza porque la víctima se había atrevido a entrar en un café-tabac con unos tirantes con los colores de la bandera francesa.
La ignorancia, unida al odio del rebelde sin causa, produce estragos en una sociedad donde la indolencia, la frustración y el fracaso personal tienden a proyectarse en los otros.
Es una manera cómoda de no tener que esforzarse, de huir de cualquier sacrificio personal, y, encima, la ventaja de creer que eres un héroe que está haciendo la revolución. Están los tontos que hacen la revolución yendo a los funerales sin corbata, y están los tontos que hacen la revolución ocupando un piso vacío.
Ya, si en vez de escribir ocupa lo escriben con k de okupa, entonces son unos revolucionarios con galones, porque el término revolución viene a ser el tres en uno de los estúpidos.
Naturalmente, a falta de ideas propias hay que inventarse un enemigo y odiarlo, porque el odio une mucho a los tontos, el odio viene a ser un arroz en el que cabe lo mismo la carne que el pescado para darle consistencia al guiso.
En la hermosa Cataluña, donde los secesionistas intentan extender una factoría del odio, se queman con frecuencia banderas de España, retratos del Rey, etcétera. Nunca he visto en Madrid que se quemara la bandera de Cataluña, ni la oficial, ni la estelada, ni ningún símbolo.
El asesino de los tirantes, con graves antecedentes penales, fue casi un héroe en Cataluña. Ahí fue puliendo su odio hasta dejar tetrapléjico a un policía municipal. Y ha continuado. La fábrica da buenos productos.