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TRIBUNA

Vivan los pueblos vivos (definitivamente y definitivo)

Publicado por
Carlos Santos de la Mota autor del libro ‘León, historia y herencia’
León

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Es mi última entrega en Diario de León acerca de la cuestión catalana después de “Vivan los pueblos vivos (Catalunya vs. León)” y “Vivan los pueblos vivos (con más razón que nunca)”, 27-09-2017 y 22-11-2017, respectivamente.

Parece claro, por la opinión casi unánime extracalana y sobre su “procés”, que eso del ideario español y su sujeto, España, ya no es ni siquiera ley (por cierto muy dudosa), ni imperio de ella, sino conducción muchas veces indisimulada completamente engarzada al poder político y, desde luego en el común de la población, una especie de hipnotización y ensimismamiento, es decir, completa ausencia de reflexión por cuanto la razón ha quedado ocupada por el espacio emocional y expuesta al torrente ciego de tomar parte sin que medie la reflexión de poder, quizá, tal vez, acaso, estar metido en medio de un “rebaño”, es decir, de embestir al bulto y por sinergias populosas o populares, cuando no vengativas.

Hablo de los que tienen pluma o se asoman a cámaras de TV o a las ondas de radio y las emplean y sin duda hacen un ejercicio de funambulismo verbal, y, aunque no lo comparto, casi puedo entenderlos... porque en medio de este “ecosistema” donde predomina una evidente mayoría de “claque” muy y “mucho” española, disentir o desacordar siquiera un poco de la gran corriente que encabeza el “statu quo”, puede costarles esa pluma o esa tertulia y la estela que se deriva de ellas que casi siempre se trata del plato. Los hay más “libres” que podrían escribir sin ser tan reos del condumio, pero el mismo “ecosistema” les modela el pensamiento y aunque son libres para escribir no lo son tanto para pensar (qué razón tenías, José Luis Sampedro). La “condimentada” horma intelectual a lo largo de la vida no suele salirse de sus esquemas. Y luego están los completamente anónimos, el pueblo, que ni escribe por plato ni por el prurito de hacerlo, pero que sí sirve para engordar la dinámica del “Editorial” general como gran cultura de pasos y de pautas que luego se rubrica con “identidad”.

Y con esto llegamos al montón “español” que no es más que la traducción última de aquella orden disimulada pero encauzada de cómo ha de ser la españolidad bien entendida. El origen de todo esto está sin duda en el alma de la corona de Castilla. La “mano dura” es herencia típica del núcleo principal de aquélla. De aquellas edificaciones estos habitáculos. Y esto es de tanta testarudez que casi no cabe en cabeza “española” que España no sea un entendimiento entre diferentes, nación de naciones (Anselmo Carretero). Y lo debe ser y tendría que serlo para el bien incluso de aquellos que hoy no son capaces ni siquiera remotamente de pensarlo. Pero como quiera que la ejecución de ese modelo “sui géneris” español no es ya únicamente físico, sino especialmente mental, tenemos que por regla muy general pensamos como nos enseñan a pensar y trasladamos ese pensamiento a la manera de la conducción de la debida forma de ser “español”. Por eso que una cosa es ser libre y otra muy distinta tener la libertad en el pensamiento. Aunque esto, claro, esto de pensar libremente es subversivo...

Y así llegamos a una España de españoles “automáticos”. En España todo lo humano que se produce es, sin rechistar, automáticamente español con el hisopo y la bendición de no ser discutido jamás. ¿Cómo nos vamos a cuestionar eso si lo venimos heredando “porque sí”? Nos imparten la lección, la aprendemos y, como en toda aula, los más destacados del sistema son los que mejor y más rápida españolidad aprenden. La oficial, la del oficio de ser “español y punto”. Con ese cerebro a piñón fijo incapaz ya de plantear cualquier disquisición, nada puede extrañar que últimamente hayamos visto tanta casi unanimidad al rechazo catalán y ya no sé si por ser diferentes y estar hartos (lo cual el piñón fijo no lo percibe), o simplemente por ser lo que son y querer haber conservado su propia esencia, lo que no ha dado la “talla de la españolidad” debida.

Hoy, que podemos ver, leer y escuchar todo tipo de información con un clic en un teclado de operador digital, he visto, leído y escuchado auténticas burradas intelectuales y de comportamiento o, como poco, ligerezas muy inapropiadas. Recordemos aquello de “españolizar” a los niños catalanes (José I. Wert), igualito que “cristianar” a los “salvajes” de América. He visto y he oído cómo el ministro actual de AA.EE. de España decía para una televisión francesa, sin ruborizarse, que en Catalunya se enseñaba francés, inglés o alemán antes que español, y él no estaba en pijama (soñando), ni en una taberna (borracho); el lugar era noble y el personaje vestía traje y corbata. En casi cuarenta años “in situ”, es la primera noticia que tengo. He visto y oído gritar: ¡a prisión, a prisión!, como el ¡crucifícale, crucifícale! de los judíos. He visto rabia “española” pero no he visto rabia catalana. A unos he visto perder la compostura mientras que otros la mantenían con generosidad y dignidad, y eran dos bandos. He oído también de sedes empresariales que se han ido, por pura seguridad jurídica y que no es más que papeleo. Conozco empresas de León —y en León no puede haber más calma—, que tienen su registro mercantil en Madrid (¿?). El que tiene la ley en el BOE tiene el poder de aplicarla con prudencia e inteligencia, o utilizarla a martillazos o como inflamable.

El pensamiento único que creíamos superado se está concatenando en bloque no como razón puesta al servicio de la Razón, sino como objetivo y meta represora dolido por la “impostura” de unos cuantos que discuten el “statu quo”. Es decir, “yo, poder, designo el designio”. La ley se sobrepone a la expresión y voluntad popular —incluso si se quiere acordada— y la ley y la expresión de la voluntad popular chocan con un contencioso que únicamente dirime el poder, no la política, sino básica y genéricamente el poder en su expresión de fuerza con absoluta y buscada desfiguración de separación de atribuciones.

La masa de los grandes anónimos cierra filas también cual ovejas siguiendo a sus pastores, o a su “cultura”, creyendo ir libres en su jaula sin duda enrejada de hurras, emociones y por supuesto del hábito de la doctrina y de la costumbre que no es nada intelectual ni razonada pero que arrima el hombro ciego a la idea del “imperio de la ley”, tantas veces discutible o tantas veces desacompasado, cuando no manifiestamente contrario haciendo que su aplicación nos haga percibir con tozudez aquello de “jodidos, pero contentos”.

En una España de memoria herrumbrosa y en general sólo de unos pocos y cada vez de menos, llama mucho la atención la “afiliación” —desde luego sin ninguna contrapartida, más allá de migajas— de tanto palmero que grita gritando contra sí mismo, enyugándose más. Faltan argumentos y cimientos razonados y razonables para que, en no pocos casos, desde la miseria se aplauda a sí mismo su propia miseria. No ya independentistas sino literalmente independientes, los tenemos sin salir del Estado. Los más de los más son unos cuantos cientos de miles, viven en sus fortalezas o urbanizaciones de lujo absolutamente excluyentes, les importa un carajo la marcha general de España y ya no digamos de la sociedad, a excepción de sus intereses. Son profundamente insolidarios, físicamente pueden vivir en España pero económicamente lo hacen en paraísos fiscales y por supuesto son “españoles”, pero ni sienten patria ni hablan el idioma del común. Antes de ser independientes eran independentistas, pero en silencio y blandiendo la misma bandera-engañifa cual señuelo. Han sido los peores pero por arte de birlibirloque de enseña “nacional” a muchos les parecen “patriotas”. Nos han inducido a una apología del nacionalismo español que levanta y sostiene con especial ardor los españolitos en su mayoría pobres que además son los que no obtienen el fruto proporcionado.

Las estructuras de España están podridas de degeneración en degeneración, y avanzando, de unos pocos sobre esas mismas estructuras ya viciadas. Los más, los que desde la base sostienen el sistema corrupto —y ese es fundamentalmente el pueblo—, no sustentan más que una desvergüenza de enormes proporciones que a poco que levantaran las cejas querrían dejarlo caer. Los años de un Estado —más con nuestros precedentes— son clave para entender la salud democrática de ese mismo Estado por más “transiciones” y regeneraciones que se hagan. El andamiaje institucional en su parte superior está enfermo de “hemofilia” política crónica, nepotismo a gogó, incompetencia, uso, abuso y negación sistemática al abandono del chollo aunque los argumentos pesen como el plomo. Son funcionarios, no se les puede echar, o sí, pero entre ellos y su bucle, impiden que el sistema se eche a sí mismo, a ellos. Los Estados viejos, además, “mueren” antes que los nuevos. “Es el Estado más viejo de Europa”, dicen algunos. Precisamente por eso es el que más números tiene para ir desmembrándose. Esa ley ineludible es aplicable a todo. Podrá alargarse más o menos; con la “mano dura”, menos, y el sentimiento “español” por más profundo y bienintencionado que sea, ni es remedio ni solución. El propio Estado produce su degeneración que le lleva a situaciones de metamorfosis, regenerándose, sustanciándose en otra organización. Son los movimientos pendulares de vida (aparecer) y muerte (desaparecer) que acompasan el “tiempo”, más allá de nuestro propio tiempo.

Así como creo que la postura “española” frentista ante el devenir catalán no es sólo ineficaz e inútil y además acelerador de su proceso, así también creo que no saber extraer conclusiones positivas retrasará el propio avance “español” si es que esta facción de la España de la “furia” como seña de identidad sigue afirmada en la rigidez de normas o de leyes o de “imperios” de éstas que no solamente son inservibles para quien “ha partido ya”, sino que harán de lastre pesado y depresivo al dinamismo evolutivo que podría corresponder a España si el tema fuera tratado de otra manera y si es que se llega a tiempo. Sólo sobreviven los que se adaptan, y, francamente, quien debe adaptarse es la parte más débil y más expuesta aunque en kilómetros cuadrados sea la mayor. La riqueza y potencia de un país no está en lo kilométrico, y en principio tampoco en lo económico, sino en aquello que sustancialmente lo favorece: la mentalidad.

Creo sinceramente que el lujo catalán que todavía, quizá, tiene España entre las manos y entre sus posibilidades, está descerrajando mucho pestillo oxidado. La ocasión es única. Los catalanes están en el camino de las estructuras no ya regeneradas, sino completamente nuevas para la conformación de su Estado. Querer o saber aprovecharlo y revertirlo para beneficio de España en su conjunto y antes de que se haga tarde, no es un trabajo menor ni para cualquiera. Muchos se caerían de su poltrona y hasta el propio Estado tendría que hacer una especie de genuflexión. Duro, pero me parece que es inevitable, tarde más o tarde menos. “Eppur si muove” (y sin embargo se mueve), decía Galileo. Ni siquiera la unión de los intereses e interesados socios europeos podrá evitarlo. El “statu quo” europeo que hoy de momento cierra filas con “España” por propio interés de cada uno de ellos por similares problemas en sus propios Estados, y no por otra cosa, tendrá que hacer frente a la ola que va a venir contra ese contubernio que ha vivido y vivirá y servido y servirá hasta que pueda, pero que no será infinito. La Unión Europea seguirá existiendo por propio interés, como todo, y si no con veintisiete socios, pues con cuarenta. Ni estará dispuesta a que mermen los kilómetros cuadrados ni por su puesto a que su mercado potencial se reduzca.

Nuevamente la España diversa y rica —y por esa afortunada conformación—, el de su riqueza plural que ha de estar bien armonizada, tiene, o bien la oportunidad de ser pionera y ganar, o de ser obcecada. Con la primera opción lo “español” mugroso pierde un poco de su exceso de orgullo, lastre que conviene tirar. Con la segunda, a la pérdida del orgullo habrá que sumarle un desgarro irreversible y muy costoso. Se trata de sumar o de restar. Cuanto antes se entienda el extraordinario despertar catalán que nos dejaría más igualdad de género, oportunidades repartidas con más equidad y mérito, y más decencia institucional, mejor. Pero si finalmente el entendimiento es “impuesto” por la “fuerza” del Estado, éste habrá “podido”, pero no habrá “ganado”. Esperemos, por el bien de todos, que no se reediten “victorias” de españolismo cateto que nos lastren durante siglos, una de tantas que me vienen a la memoria, por ejemplo, el infausto “triunfo” del levantamiento de mayo de 1808.

 

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