Diario de León
Publicado por
javier tomé
León

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Hoy es Nochebuena y, por tanto, iniciamos un año más el peliagudo trámite de intentar sobrevivir al empalagoso espíritu navideño y a todos los excesos perpetrados por la patronal del espumillón. A partir de ahora nos sumergimos en un mundillo envuelto en cierto almíbar costumbrista, responsable del exultante sentimiento colectivo inspirado en la fe católica y en la, a decir de algunos, carismática monarquía de los Borbones. Por cuestiones históricas y sentimentales, se trata de una celebración de mucha prestancia y solera, gran empaque arcaico y que constituye, a su modo y manera, uno de esos “momentos Señorita Pepis” por el que todos suspiramos. Un paraíso asequible en el que inevitablemente salen a colación aquellas entrañables Navidades de la infancia, regalo de la memoria que mezcla hechos ciertos con otros moldeados por la mitología familiar, semillero de infinitas anécdotas deformadas y enriquecidas por el paso de los años. A la lumbre del hogar, pues, y entre sopa y copa, como prescribe el Código Penal, el arte de vivir exige festejar a lo grande una nostálgica Nochebuena.

A pesar de que estemos con lo puesto, pues ya explicó Quasimodo a Rajoy que andamos jorobados, el vértigo del consumo se ha apoderado de una ciudadanía desbocada, provocando que los precios suban y bajen igual que el camisón de una recién casada. Compro, luego existo, parece pensar el personal, así que el arte de vivir la Navidad exige rotundos convites en los que asoma, si nos ponemos en lo peor, ese tipo de moderneo gastronómico que toma forma en los chupa chups de codorniz, las lentejas de miel y el caviar de melón, por poner tres ejemplos ilustratorios. ¡Que aparten de mí ese cáliz, please! El León clásico y eterno exige el menú tradicional de mesa camilla cimentado en la recia lombarda, los langostinos de toda la vida, el pollete de corral, el turroneo y demás artificios culinarios de estirpe invernal. Es la Navidadmanía de toda la vida, esa celebración de tanta jerarquía capaz de hacer centellear los ojos de chicos y grandes, llevados por la ilusión ciega de un tiempo entrañable.

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