Diario de León
Publicado por
LA GAVETA CÉSAR GAVELA
León

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L a diócesis de Astorga es, tal vez, la geografía más literaria de toda España. Porque abarca un sinfín de lugares misteriosos, fronterizos, aislados y bravos. Fueron los romanos, hace casi dos mil años, los que delimitaron ese territorio. Lo hicieron basándose en el conocimiento, pero también, acaso, en arcanos criterios que resultan inaccesibles para nosotros.

Existe ese mundo. Es sólido y verdadero. Y aunque una parte esté en Galicia, otra en la provincia de León y otra en la muy leonesa provincia de Zamora, es evidente que hay una región vasta y muy enigmáticamente cohesionada en ese noroeste interior. Que ha resistido unida más de mil quinientos años. Antes de que llegaran a la península los visigodos, y mucho antes que los musulmanes, ya existía esa jurisdicción. Que tenía en Astorga su capital, como ahora la tiene, tantos siglos después. No solo es eclesiástico el vínculo que une al Bierzo y Valdeorras, al Bolo y Sanabria, a la Maragatería y las tierras del Órbigo; a la Cabrera y la Carballeda, a la lejana Tábara y a los valles del Tera y del Duerna. O a los dispares Aliste, Fornela y Trives. Hay algo mucho más crucial. Algo que nos sobrepasa, que no entendemos bien, aunque tal vez eso no importe tanto.

¿Dónde está el corazón de esa prefectura impertérrita cuya entidad cartográfica parece salida de un cuento de Borges? ¿Por qué A Rúa, Alcañices, Villafranca del Bierzo o La Bañeza forman parte de un mismo parentesco? No sé la respuesta; no sé si alguien la sabe. Lo cierto es que la vieja diócesis es romana y minera; minera de oro y de muchos otros frutos geológicos. Y que es tierra de hombres y mujeres que tienen a la bruma por compañera durante varios meses al año. Dominio de una gran riqueza fluvial que se reparte entre las dos cuencas del Noroeste, la del Miño y la del Duero.

La vieja demarcación está soldada por la literatura y la historia. Es casi imposible caminar por sus valles, viñedos, bosques, desfiladeros y barrancos sin sentir que a la vez lo estamos haciendo en un viejo pasado tan familiar como indescifrable. La historia sale al paso, y lo hace de un modo natural, sin atavíos de batallas y prestigios. Es otra cosa. Es la huella secreta de las personas anónimas y antiguas la que nos sale al encuentro. Y con ella nos fundimos. La hacemos nuestra. No entendemos bien lo que pasa ni falta que hace. Sentimos y con eso basta. Y todo esto, que parece quimérico o loco, sucede. Y quienes mejor lo captamos, claro, somos los de esta diócesis. Los de esta música del tiempo; los de este silencio. Ambos provienen de las cumbres que van del Teleno a Peña Trevinca, el Olimpo donde moran nuestros dioses olvidados. Ellos, sin embargo, no nos olvidan: están ahí arriba y nos contemplan. Nos mantienen unidos a nuestras fuentes del alma. Y no nos quieren gregarios ni uniformes. Sino libres y gozosamente extraños.

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