El juez y el chisgarabís
D esde hace un tiempo, se desarrolla ante nuestros ojos un duelo de lo más desigual. A un lado tenemos un tuitero huido, que se autoproclama y presenta en sociedad como el presidente legítimo de una institución cuyas leyes constitutivas ha ignorado e infringido una y otra vez, por lo que hace meses que carece de esa condición. Al otro, un circunspecto magistrado, cuyo oficio consiste, justamente, en cumplir y hacer cumplir esas leyes que su contrincante tiene la costumbre de saltarse. Uno no para de emitir mensajes y de ir de aquí para allá, intentando maniobras y argucias varias; el otro sólo se expresa muy de vez en cuando a través de algún auto y se mantiene vigilante en su despacho, aguardando paciente al momento en el que pueda utilizar las únicas herramientas que posee, las legales, para neutralizar al fugitivo y enfrentarlo a las consecuencias de sus acciones.
Primero vino la jugada de irse a Bélgica, para sabotear la orden de detención europea al amparo de una jurisdicción con fama de pantanosa para esa clase de trámites y de especialmente propicia para los que tienen interés en embrollarlos. Ahora viene la de personarse con gran aparato y bombo publicitario en Copenhague, buscando provocar un desliz de la justicia, en forma de euroorden exprés, que le dé la coartada para presentarse como perseguido por sus ideas y favorecer su investidura ausente. O lo que es lo mismo: el regreso épico a esa presidencia que abandonó hace meses para echarse al monte flamenco.
Astucias y gesticulación de un chisgarabís —persona de formalidad y sensatez dudosas, según el diccionario— que se ha encontrado en ese juez sin prisa con la horma de su zapato. Sin ponerse nervioso ni reaccionar a los ataques de nervios de otros, le ha ido dando cuerda sin soltarlo jamás. Cada día que pasa es más evidente que la estrategia del fugitivo le permite, es cierto, enredar y embarullar sin aparente límite; pero, por otra parte, va gastando inexorablemente su capital, que no es infinito y que cada día que transcurre es también más precario. Antes o después la emergencia y la excepcionalidad extienden su factura, y quien no puede ni sabe salir de ellas acaba siendo un engorro para todo el mundo, empezando por los suyos, que llegarán a la fatídica conclusión de que más les conviene amortizarlo.
Será en ese momento cuando se enfrente a la disyuntiva que caracteriza la vida real: la de sustraerse a los costes de los propios errores, al precio de refugiarse en un limbo sin futuro, o poner los pies en el suelo y hacer frente a los peajes devengados. En tal caso, ahí seguirá el juez, dispuesto a administrárselos; pero esta vez sin estorbos ni añagazas que puedan entorpecerle el escrutinio o forzarle a hacer rebajas en la responsabilidad.