fuego amigo
Deudas con Azcárate
León, como cuna del parlamentarismo, tiene acreditado un comportamiento tacaño y despectivo con nuestro parlamentario más insigne (1866-1917), don Gumersindo de Azcárate (1840-1917), cuyo centenario se malogró en diciembre entre muecas de fastidio y propósitos de enmienda conejiles. Especialmente sangrante resulta este desdén municipal, que no sólo ignora lo que ha supuesto para la cultura leonesa contemporánea el nicho siempre fértil de su biblioteca, disponible en Sierra Pambley, junto a la catedral, sino también el lujo de su centro escolar conmemorativo del paseo del túnel, que primero sirvió como sede y emplazamiento de la facultad de Veterinaria, y a partir de su traslado al campus de Vegazana, como albergue del rectorado y de los servicios centrales universitarios.
Con esa contribución a su ciudad, desde luego superior y no equiparable a ninguna otra contemporánea, Gumersindo de Azcárate ha merecido un lugar postergado y como de castigo en el panteón de hojalata de la capital. Quienes sí alcanzaron a conocerle, alojaron las placas de su memoria en la vía principal que enlaza la calle Ancha con la plaza del Conde, un ramal usurpado para el mulo Mola en tiempos facinerosos del franquismo, y ya en el tramo más oscuro y sombrío de la democracia consistorial, por la opaca y estrafalaria tontada de Regidores, un gremio en el que ha habido de todo, pero más tipos para el bochorno que luminosos. Como a don Gumersindo no podían darle la patada y mirar para otro lado, después de haber sido durante más de medio siglo diputado por León, pusieron a su nombre una calleja alojada por las traseras del cuartel de Almansa.
Conozco perfectamente los resquemores leoneses con la figura de Azcárate, porque todavía me alcanzó algún sarpullido cuando evoqué su perfil en diciembre, al hilo del centenario. Sin reiterar los datos sobresalientes de su dimensión intelectual, quiero resaltar que fue destinatario del más importante de los cuatro grupos escolares conmemorativos de la Segunda República «para testimoniar su agradecimiento a nombres excelsos, regalando una magnífica escuela a las ciudades donde nacieron, que perpetúe la memoria de quienes supieron elevar su vida a la categoría de ejemplo».
Edificios que debían convertirse en monumentos para honrar su memoria. Pero el turbión de la guerra lo arrasó todo. Construido en un solar cedido por el ayuntamiento en el paseo del túnel, entre San Francisco y Papalaguinda, contó con el presupuesto estatal más alto (1.263.269,32 pesetas), respetó la totalidad de los árboles del paseo y consiguió el mayor espacio por alumno de las construcciones escolares de entonces. Su arquitecto fue Guillermo Diz (1899-1975), leonés y nieto del filántropo Pablo Flórez.