AL TRASLUZ
Gaudí en su nube
Supongo que el proceso para beatificar a Gaudí provoca muchos gestos de recelo, cuando no de desdén. No es mi caso. Como católico creo en el Estado Mayor pero también en los suboficiales. A la tropa nos tranquiliza saber que allí arriba alguien intercede. La Sagrada Familia fue ideada y empezada a levantar de acuerdo a un plan no solo arquitectónico, sino con la convicción de que fe y austeridad debían ser sus pilares maestros. Lo del Gaudí rosacruz y esotérico me parecen fanfarrias de serie B, como Benjumea creyó que el Quijote escondía mensajes ocultos, que nadie ha hallado. La Sagrada Familia, como concepto no tanto como proyecto, hubo de empezar a fraguarse en León, en sus paseos con Grau, obispo de Astorga, cuando éste estuvo tirando la caña y después del hilo -parafraseo al padre Brown- para que Dios pescase el alma del arquitecto. Existe rechazo en nuestro tiempo a todo lo referente al anhelo de santidad, entre otos motivos porque se tiende a confundirla con la perfección. No son lo mismo. Mucho mejor un defectillo aquí y allá. Don Antoni debió de ser de armas tomar, como todos quienes tienen una misión que llevar a cabo en la vida y no pueden perder el tiempo con pamplinas. Pero, a la vez, sin humildad no hay beatitud posible. En fin, que la Gracia tiene que dar su empujoncito. La Gracia, no un nacionalismo necesitado de crear su santoral. Ojalá no sea esto lo que se esté buscando: un beato de andar por casa. En Puigdemont hay poco que rascar.
Leo en este periódico las ilusionadas declaraciones de José Manuel Almuzara, arquitecto y gaudinólogo presidente de la Asociación pro Beatificación de Gaudí. Y cómo no acordarme de Subirachs, con el que recorrí nuestro Santuario de la Virgen del Camino. Él creía que beatificar a Gaudí era «reducir su figura». No lo comparto, pero así lo pensaba él, agnóstico respetuoso (según me contó en su estudio en Barcelona). También a él se las hicieron pasar canutas los guardianes de las esencias de lo contemporáneo.
Los leoneses tardamos en aceptar a don Antoni, y no fuimos los únicos. El artista habita siempre dentro de un laberinto, pues la soledad —incluso en compañía— también forma parte de la prueba. Y el artista religioso, dentro de dos.