Diario de León
Publicado por
la gaveta césar gavela
León

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S er joven en 1973 y vivir en Ponferrada en una familia de clase media baja en descenso tenía sus dificultades. La ciudad estaba entonces en su último tramo de fuerza carbonera. La antracita era la reina de la urbe, y los bloques de casas terminaban abruptamente para que surgiera una enorme llanura de maleza renegrida por el continuo trasiego de pequeños trenes mineros que iban desde La Placa hasta la central térmica de la MSP. Esos trenes circulaban por un escenario propio de una película del Far West, donde en lugar de caballos salvajes había perros callejeros y en lugar de las formaciones rojizas del Valle de la Muerte, había una montaña de carbón, con su propio valle de fósiles negros.

El resto de la ciudad era un descuidado casco antiguo, apiñado junto al gran castillo templario, muy destartalado entonces, unos poblados sin asfaltar allende la implacable franja minera, y el gran barrio de la Puebla, mercader y con muchos talleres y almacenes, camiones y gasolineras. En aquella urbe bronca y querida, sin futuro para tantos, pero inundados del amor de los padres, los abuelos, los hermanos, los tíos y otras gentes buenas, los jóvenes sin recursos, soñábamos con París, Barcelona, Roma... Incluso con Gijón.

Pero no nos rendíamos; cada uno iba haciendo lo que podía. Yo estudié por libre la mitad de la carrera y me fue bien. Aparte de ello, tuve la suerte de tener una novia que me gustaba mucho. Y aquí aparece Forges, el gran dibujante. Ya era muy conocido entonces, y además —lo que yo no sabía— había vivido un tiempo de niño en Ponferrada. Lo cierto es que yo, con mis pocos dineros, logré comprar el primer libro recopilatorio de chistes de aquel artista del humor blando, compasivo y costumbrista, y me lo llevaba cada tarde a la cafetería del Hotel Temple, donde quedaba con mi novia. Para mirar unas pocas viñetas cada día, solo unos pocas, porque no queríamos que se acabara la fiesta.

Se nos iban las tardes en el gozo de aquellos dibujos de políticos tardofranquistas aterrados ante la posibilidad del cese, o perdidos en sus retóricas falangistas, lo que nos llevaba a las carcajadas más entusiastas. Luego vendrían los paseos por el casco antiguo, bajo la noche y la humilde libertad. Y siempre con el libro de pastas azules en mi mano izquierda, que la derecha era para la mano de mi enamorada. Y así fue como Forges nos empujó a una felicidad nueva y extraordinaria, también a una melancolía que ya se veía venir.

Cuando se terminó el libro de Forges, nos pasamos a Mafalda. Y así vivimos una primavera y un verano llenos de alegría y emoción. De paseos en bicicleta hasta Carracedo y de baños del paraíso en el Cúa o en el Burbia. Muchas veces, también nos acompañaba en la mochila el libro de Forges. Que aún conservo, y no en demasiado mal estado. Talismán de un tiempo, de una edad, de un país, de un amor.

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