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Publicado por
EMILIO GANCEDO
León

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De verdad, no lo volváis a hacer. Ha sido terrible. Y rarísimo. Me refiero a la sensación de haber trabajado, durante una jornada entera, en un espacio sin mujeres. Apenas puedo explicarlo. Los fríos silencios, las repentinas ausencias. Los ademanes, las preguntas y las reflexiones cotidianas, acostumbradas a unos rostros y a unas respuestas, a unas voces insustituibles, que se nos quedaban congeladas en el aire, cercenadas nada más iniciarse. Las oficinas, de repente, se revelaron como lugares inhóspitos, carentes de alma. Quizá como lo que realmente son. Fue un poco como atisbar por una rendija el infierno. Pensar en un mundo sin mujeres me provoca escalofríos, un insondable pánico. Por eso lo del jueves se pareció también a ese síndrome del miembro fantasma según el cual el cerebro sigue percibiendo la mano o el pie amputados. No estabais. Pero vuestra compañía, vuestras risas, vuestra humanidad y, sobre todo, vuestro trabajo —irreemplazable—, se hicieron más presentes que nunca.

No, no lo volváis a hacer.

Yo, al menos, no podría soportarlo una vez más. Ese sentimiento asfixiante, como si una plaga bíblica hubiera arrebatado violenta y súbitamente a la mitad de la población. Ese ambiente desconcertado en el que hasta los chistes morían exánimes y se caían de las bocas, esa dura apatía. Apenas puedo imaginar cómo serían las redacciones, los ministerios o los juzgados hace medio siglo, cuando sólo los ocupaban hombrones ásperos e inconmovibles. O sea, que también fue como retroceder en el tiempo, caminar hacia atrás, asistir en directo a los riesgos de la involución. Os voy a contar una cosa. Pero no se lo digáis a nadie. Nosotros también tenemos alma. También tenemos miedo. También nos sentimos inseguros. También nos menosprecian y nos minusvaloran. Muchos de nosotros queremos exactamente lo mismo. También queremos derribar lo que tenemos delante, esas estructuras irracionales, injustas e inhumanas que nos impiden conciliar trabajo y familia, que exprimen tontamente nuestro tiempo, que nos condenan a ser meros consumidores, perplejos engranajes de la máquina.

He cambiado de idea. Hacedlo tantas veces como sea necesario. Volvámoslo a hacer, otra vez, juntos.