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EUGENIO GONZáLEZ NúÑEZ PROFESOR DE UMKC (USA)
León

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T odos los pueblos tienen sus diablos y su invisible, pero real, coro de ángeles buenos. Ángeles de pocos meses, ángeles de teta y biberón, frágiles, pero capaces ya de sonreír y de llorar, ángeles bajados —por igual— del éxtasis de un amor, por humano, muy divino. Ángeles de apenas diez años, inocentes, cautivadores, en ocasiones tentadores para mentes y corazones lamentablemente débiles, amargamente celosos, enfermizos. Ángeles de faldas cortas y pantalones vaqueros, que a diario empiezan a recorrer las calles de los pueblos: del hogar a la escuela, de la era a la fuente; de los columpios a la iglesia, de la casa de la abuela a…

Hay ángeles mayores, aunque todavía no hayan ido a la mina, pero que tienen cara de niño, coletas de niña y pantalones ceñidos. Son ángeles que deambulan por todos los pueblos, sin secuelas de pecado original, ángeles soñadores destinados al campo, a las aulas, al paro, abocados algunos al propio extravío. Y todavía hay ángeles mucho mayores, ancianos, que nunca han perdido la sonrisa, la paz del corazón, los ojos grandes de niños buenos, las manos rugosas ya listas para el tembloroso y cercano hasta luego.

Todos los pueblos tienen sus luzbeles: feos, envidiosos, celosos ciegos de la felicidad ajena, que armados de lazos y trampas recorren a diario calles y callejas, engatusando, acorralando, llevándose a los mejores. La carretera, la mina, la meningitis, el cáncer, la mano criminal, la mala hierba que nunca muere, acarrean cada año de diferentes y mortales maneras a cientos de ángeles al abismal ‘pozo’ lorquiano.

Pero los ángeles nunca se van definitivamente, siguen siempre entre nosotros, y sus corazones, en dulces mañanas de mayo, atardeceres tibios del otoño, marzos locos y ventosos, reaparecen en el piar de las golondrinas, en el caprichoso vuelo de los vencejos o el conteo monótono del cuclillo que sigue rondando los pueblos en vuelo sorpresivo, engañoso, cual misterioso mensajero.

Han abandonado la Peña choyas y grajos, y sobrevuelan ahora la Cumbre almas de ángeles sonrientes, escurridizos, ensayando piruetas, caracolas, que llegan a arrancar nuestra sonrisa y aplauso, eco inaudible de sus cenizas derramadas a los cuatro vientos. Los veo entre las nubes, escondidos, juguetones riñuberos, empapando tierras y almas con la cotidiana insistencia de su recuerdo.

Es posible que hoy algunos me lean incrédulos. ¡Contaba con ellos! Con todos los que todavía no han perdido a un ángel sin el que ya no es posible vivir como antes, al que hay que dar vida para que la nuestra propia no quede sin aliento. Al cubanito cantor yo le pido que no se olvide de pintarnos ‘angelitos negros’, de cara tiznada, de rostro sangriento, de ojos morados, vientres hinchados, sin peso, sin pelo, sin cuerpo, sin nicho conocido ni entierro, porque son ésos los que nos dan vida, eternidad, alas para seguir luchando, para seguir viviendo.

Queda siempre en los pueblos, flotando en el aire —a pesar de los leviatanes de la enfermedad agresiva, imparable, el accidente siniestro, la mano homicida, la mina, el secuestro— una dulce sonrisa que no puede ser de otros que de los ángeles buenos: Manolín, Gabrielito, Paz y Lorena, Mary, Nunci, Visi, Fausto, millones de querubines de la más dulce compañía, recuerdos enamorados de muchas almas sencillas, gentes de miles de pueblos.

Gabrielito de mi alma, «pescaíto rebonito», media España hoy te venera sabiendo que tienes alas y que te has ido al infinito. Bien tú sabes que llevamos una novena de esperanzas y sorpresas, alentados con tu sonrisa de ángel y tus ojos picaruelos. Te sentimos muy cercano, y cada tarde a la caída, un suave «batir de alas y rumor de besos», nos acerca más a ti y a los más de seis mil ángeles buenos.

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