Inquietante
G racias a los esfuerzos e insistencia de Albert Rivera hemos suprimido uno de los principios básicos de la Democracia: la presunción de inocencia.
Ahora ya estamos en la etapa siguiente, y merced al entusiasmo de los políticos en aplicar la impaciente zafiedad a su labor, estamos a punto de lograr algo que es muy amado por los totalitarios: la presunción de culpabilidad. Se acusa a un ciudadano de un delito, y la acusación se convierte, de inmediato, en una sentencia de culpabilidad.
Esta semana hubo un ensayo general, con luces y vestuario, sobre la presunción de culpabilidad. El escenario fue Madrid y la protagonista su presidenta, Cristina Cifuentes.
Acusaciones sobre una falta académica en un máster universitario. El rector, el director del máster y el profesor, dicen que es un error informático. Da igual. La acusación, es decir, la sentencia, se propaga, y una tonta contemporánea, de cuyo nombre no quiero acordarme, asegura que desde que ha salido la acusación la delincuente no ha hecho ninguna declaración, ergo ya es culpable.
O sea, alguien acusa a una mujer de ejercer la prostitución, y si, a los dos minutos no se desmelena para desmentirlo, ya es tarde, y el barrio la sanciona como puta.
Esto es muy inquietante, porque ese lodazal en el que chapotean los profesionales de la política va a resultar poco atrayente para personas de mérito y brillantez profesional.
¿Quién va a querer abandonar unos buenos ingresos para meterse en un charco donde, cualquier día, te dicen que eres ladrón, y tienes que dedicarte a demostrarles a los demás que no es cierto?
Eso sólo lo pueden aguantar los mediocres, sobre todo los mediocres que no sean capaces de lograr la nómina que cobran al amparo de su partido en una empresa privada.
Si la degradación continúa, los partidos políticos estarán bajo el mando de los mediocres, y el ascenso de tontos contemporáneos va a resultar imparable.