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León

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Veintidós años después, la historia nos reubica donde estábamos. A poco que uno pase la treintena, todos en León sabemos en qué sitio nos encontrábamos aquel 22 de diciembre de 1995, quién nos avisó, cómo pasamos el resto del día metidos en el telediario, por qué no lo íbamos a olvidar nunca. La mañana que asesinaron al comandante Luciano Cortizo yo pasaba por la plaza del Espolón camino de celebrar las vacaciones de Navidad que nos acabábamos de coger como prolongación del recreo. Oí el ruido y pensé que era un petardo. Seguí adelante, entre risas, hasta que, ya metidos en los recreativos del Jaito, las sirenas se hicieron coro y alguien empezó a dar voces para que nos enteráramos de que ETA había matado a un militar, apenas 50 metros más arriba de donde jugábamos al futbolín. La bomba lapa colocada debajo del asiento del conductor se activó cuando el coche paró en el semáforo en rojo del cruce de Ramón y Cajal con la calle Renueva. Junto al militar quedó herida de gravedad su hija, que iba en el asiento del copiloto, y sufrieron daños tres viandantes. El mensaje llegó nítido: podíamos haber sido cualquiera. Ahí quedó la marca. Apenas una muesca en el carril que terminó por desaparecer cuando se reasfaltó años después toda la vía. Una herida que nos palpamos como si buscáramos encontrarla debajo de la piel ahora, cuando por fin acaban de condenar al autor, Sergio Polo, a 110 años de prisión.

La justicia nos llega ahora que ETA se difumina como un mal recuerdo, casi arrumbada al fondo de las estanterías. Como desvelaba El País, un estudio resuelve que el 50% de los universitarios vascos desconocen el atentado de Hipercor de Barcelona, el 40% no sabe lo que le sucedió a Miguel Ángel Blanco y el 38% ni siquiera ha oído hablar de los GAL. Esos datos, en el País Vasco. Como para imaginarse los de León. No interesan en la historia, salvo que sea para que los partidos políticos patrimonialicen a las víctimas e intenten apuntarse como propio el mayor triunfo de la sociedad democrática española. Sería bueno que no se dejara perder todo lo que tiene que enseñar esta historia, aunque obligue a mostrar los ángulos oscuros, cuando todavía quedan testigos que impidan que se tergiverse. No estaría mal que se marcara Patria, de Fernando Aramburu, como lectura obligatoria en la ESO. Ni sobraría que se enluciese la placa que se puso en recuerdo de Cortizo. La ciudad prometió que nunca lo olvidaría. Sin memoria, quién sabe dónde estaríamos.

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