Diario de León

TRIBUNA

La voz de los verdes campos

Publicado por
Manuel Garrido escritor
León

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P asaban los días y la primavera seguía sin presentarse a la cita, cercada en altura por la línea de nieve en formación sobre las montañas y en tierra por la lluvia interminable y ubicua. El anuncio se produjo al fin y en la voz más autorizada. El cielo estaba cubierto por nubes de consistencia liviana y blanquecina y el valle tenía una luz suave, como recién deshilada en el aire de la mañana, cuando hacia mediodía cantó el cuco: la primavera había llegado. La vinculación de ese canto con la irrupción de la primavera en marzo y abril aparece en una canción tradicional, que dibuja una bella melodía sobre estos versos sencillos, transidos de contenida emoción: «El cuco rubiello comenzó a cantar/ por los aveseos que hay en el lugar;/ si el cuco no canta en marzo o abril,/ o el cuco está muerto o la fin va a venir». Resulta emocionante la fidelidad del «rubiales» al canto anunciador en el tiempo justo, porque ese canto constituye siempre un interludio de júbilo y una cierta nostalgia, pero su ausencia sería el preludio del triste fin. Joaquín Díaz cantaba esa canción y su voz de cálida textura temblorosa ceñía como una cinta de lino crudo con galón de hilo de seda el regalo primaveral.

No por casualidad el texto menciona en plural un término propio y característico del ámbito dialectal campesino, como son esos «aveseos» donde irrumpió el cuco, punteando el aire vaporoso con las dos notas de su canto. La canción lo dice así, en plural, porque el cuco prefiere la mestura de los bosquecillos (mestura es espesura), donde predomina el roble, y estos se difunden precisamente por las laderas umbrías, los dichos aveseos o adversarios del sol frente a las soleadas donde las encinas extienden su perenne verdeoscuro; (y es muy curioso observar a este propósito cómo el roble y la encina intercambian sus posiciones, cuando el giro del valle impuesto por el río Cabrera cambia la orientación de las laderas). Cuando llega el momento, deposita sus huevos en nidos ajenos para que otros pájaros los incuben, mientras él se dedica a otros negocios. Frente al hombre sapiente, que acaba de descubrirlo, él lleva toda la vida de Dios contratando para asegurar la continuidad de su progenie esos auténticos «vientres de alquiler» que son los nidos ajenos.

El cuco tenía en Cabrera una muy mala reputación de vago redomado y sinvergüenza, y ese hallazgo suyo por el que empluma a otros el cuidado de su prole algo tendrá que ver en el descrédito. Contaban en Saceda que una vez lo habían invitado los de Marrubio a una maja, y el cuco aceptó ir, pero solo en caso de que lloviera, porque su obligación los días soleados era andar cuquiando por el monte. Así expresa la sorna popular la disposición del hipócrita haragán al trabajo, cuando este es imposible, como la maja en días de lluvia. Como cantor, tampoco era especialmente valorado, cuando las faenas del campo no dejaban lugar para otras músicas que no fueran las puramente instrumentales del carro sonando por los caminos y del arado rasgando la tierra.

Así pues, el cuco es un pájaro vago y un poco enigmático. Lo redime un canto tan extraordinario en su simplicidad que no en vano es el encargado de romper el aire, «rasgarlo» en términos de profecía bíblica, para que asome la primavera. Dice Ortega del poeta que es aquel que expresa lo que los demás solo oscuramente sentimos o intuimos. De esa forma el poeta es intérprete y eso significa que el cuco interpreta para nosotros «la voz de los campos» de primavera en marzo y abril. Esa expresión aparecía en la adaptación española que hizo el Dúo Dinámico de Las hojas verdes del verano, una balada que en la legendaria película El Álamo cantaba la nostalgia de la lejana juventud, el verano, el retorno a casa. El canto del cuco, sea anuncio o llamada, son tan solo dos notas en intervalo de tercera menor descendente. Su ejecución suena bien afinada, pero la clave del encanto reside en ese timbre que tiene la suavidad de un terciopelo acariciado y sugiere una brisa, una leve nostalgia de los campos evocados. Al cuco le cuadra como a nadie la «norma» de un poeta llamado Eusebio Rey, escrita en los años 30 del pasado siglo: «Sugerir es el arte,/ no ames decirlo todo, esa es la estética;/ quede un largo horizonte entre dos luces/ para la sugerencia».

Pero dejemos ya al cuco en su mestura. Una vez que él dio la salida, empiezan a oírse otros pájaros que emiten su canto mientras vagan por el aire sobre la tierra verdeante de sembrados y praderas húmedas. En vuelo alto y trazando círculos cantan las calandrias, mientras que en vuelo de ascenso cernido y lento las alondras esparcen la sementera de su canto, ebrias de luz altiva y trigo verde. Siempre fue ese canto popularmente interpretado como una urgente invitación al campesino «a uñire, a uñire, a uñire»: uncir la pareja para el trabajo y en particular la bima o segunda arada de los campos roturados en la ralva otoñal. Al amanecer el diligente campesino salía con la yunta de vacas camino de las tierras y ya en la tarea larga y paciente las animaba con una invocación que al prolongar las sílabas de su nombre resultaba en entonación puramente musical: Moreeenaaa, Garbooosaaa. Y en la suya, que así se unía a la del cuco emboscado y las alondras altas, sonaba también la voz de los verdes campos.

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