Ellos sí pueden
L a parte inmobiliaria del «proyecto familiar» emprendido por Pablo Iglesias e Irene Montero, o, más exactamente, sus pretensiones y su costo, no ha sorprendido a quienes siempre vieron en el proyectista varón de la pareja a un farsante. Sí, en cambio, a quienes nunca imaginaron que alguien pudiera hacerse rico, o acabar siéndolo, montando y liderando un partido de los pobres.
Porque para comprar un suntuoso chalet de ciento y pico millones de pesetas en una de las zonas más selectas de la sierra madrileña hay que ser rico, o, lo que es más inquietante, hay que estar convencido de que uno va a serlo. Tal convicción es esencial para, a su vez, convencer a un banco de ello y que le conceda el crédito hipotecario que posibilite la compra a toca teja, y luego para saberse en condiciones de afrontar en el tiempo los gastos brutales que la dicha adquisición lleva aparejados: cuotas hipotecarias, intereses de la misma, impuestos, acondicionamientos, reformas, mantenimiento, transportes, jardinería para una parcela de 2.000 metros cuadrados y demás gastos corrientes y no tan corrientes. Con un trabajo precario, cual es el de diputado, que puede perderse si los electores no renuevan en uno su confianza, y sin más perspectivas económicas concretas que la siempre sórdida e inelegante esperanza de recibir una herencia, la convicción de poder con eso ha de ser extraordinaria, aun en el caso de quienes machihembran su espíritu con el concepto Podemos.
Para Iglesias y Montero el Podemos queda en Pueden, en que ellos sí pueden, si bien, mediante una de esas consultas a los «inscritos y las inscritas» que suelen organizar de aquella manera, el marrón del chalet recaerá sobre los que no pueden. Todo es feo, vulgar y triste en éste suceso, pero, sobre todo, el intento de justificar lo injustificable no importa cómo. En ésto, Monedero, ese otro al que también se le dan divinamente las cuentas, riza el rizo del desahogo: llega a decir, para justificar el desembolso del nidito, que, total, un piso de 60 metros cuadrados en Madrid cuesta 300 o 400.000 euros. En el barrio de Salamanca, sí, pero en Vallecas, que es donde el proyectista familiar decía querer vivir siempre, salvo que le obligaran a residir en La Moncloa, los hay, y bastantes, por menos de cien mil.
Pero tal vez Pablo e Irene pretenden, en su fervor por la elevación del carenciado, ir viendo por ellos mismos, en vanguardia, en descubierta, cómo se puede para contárselo luego.