Diario de León

TRIBUNA

De San Francisco a Padre Isla, siempre en el camino

Publicado por
MARIO DíEZ
León

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N unca supe cual era su nombre. Sin embargo siempre le recordaré como a un viejo amigo. O como un maestro.

Por aquel entonces yo trabajaba de camarero en un restaurante del centro de la ciudad. La primera vez que le vi, o que fui consciente de su presencia, fue una luminosa mañana de mayo. Hacía demasiado calor para la época. Un preámbulo de lo que sería ese verano.

Los días transcurrían rápidos, repetitivos, y él siempre estaba sentado en un escalón junto a la acera de una concurrida calle. En el mismo lugar, días tras día. Saltaba a la vista que se trataba de un mendigo. Pero había algo en él que lo hacía diferente. A sus pies una vieja gorra del revés con algunas monedas. Pero tengo la sensación de que esa gorra estaba ahí como mero adorno. Estaba porque tenía que estar. Un complemento a su condición.

Lo realmente llamativo era la pila de libros que le rodeaban. Y en sus manos siempre uno abierto. Su mente inmersa en la lectura, ajena al bullicio y gentío de la calle. En verdad parecía un viejo bibliotecario, de gafas redondas y barba blanca, salvo por la gastada camiseta de Pink Floyd.

Una de aquellas mañanas, de mayo o junio, ya no lo recuerdo, en la que el sol era de justicia, me paré frente a él y le pregunté si quería alguna cosa fría, una botella de agua o un zumo. Levantó sus ojos de la lectura y con una sonrisa me dijo que no era necesario. Yo insistí, le dije que trabajaba en un restaurante cercano y que no me costaba nada. Aceptó casi a regañadientes. Era la primera vez que hablaba con él. Su acento era extranjero. De Italia. Yo, para continuar la conversación, dije lo primero que se me pasó por la cabeza.

—Es un país muy bonito, Italia.

Él sonrió, y me respondió, a su vez:

—Sí, pero tiene dos cosas malas. El Papa y los italianos.— En esa primera conversación no fui consciente del verdadero sentido de sus palabras.

La segunda vez que tuve la ocasión de hablar con él fue a raíz de una novela. Iba para el trabajo, cuando al pasar a su lado me fijé en el libro que estaba leyendo: En el camino, de Jack Kerouac. Me detuve de inmediato. Ese mismo libro lo había leído yo no hacía mucho. Aquello fue algo clave, un punto de conexión. Se percató de mi presencia y levantando los ojos de la lectura con una sonrisa, un gesto muy habitual en él, me saludó.

—En el camino, un gran libro. Todo un manifiesto— dije tras responder a su saludo.

—The Beat generation, mi generación.

¿Qué escondían esas palabras? Me dije que aquello significaba algo, pues su gesto al pronunciarlas encerraba algo más profundo. Nostalgia, recuerdos, añoranza. Lo que pregunté a continuación me salió como el anhelo de algo no vivido pero sin embargo conocido. Fue una pregunta directa, surgida de lo más profundo de ese anhelo.

—Por una casualidad, ¿estuvo usted en San Francisco en la década de los 50 o de los 60? —Hay que decir que una de las razones de esa pregunta era su edad, ya avanzada, lo cual me encajaba con su afirmación. Tenía setenta y seis años, como supe después.

Al escuchar San Francisco su rostro se iluminó, y tras asentir con la cabeza me lo confirmó con palabras.

—Sí. Yo estuve en San Francisco en aquellos años. Y lo que viví allí no se volverá a repetir.

Hablamos de ello durante un buen rato, incluso tenía alguna vieja foto, y entonces supe, como ya había intuido, que ese hombre era diferente. Y seguimos hablando durante los siguientes días, sobre todo de sus viajes. Había recorrido medio mundo: EE UU, Europa, India, Nepal, Tíbet… Recuerdo con claridad una anécdota de sus peripecias por oriente, que bien podría haber protagonizado Robert Byron; o el mismo Heinrich Harrier.

—En Nepal, compré una mula por diez dólares y con ella crucé la frontera hacia Tíbet. Viajé por aquella tierra hasta que me quedé sin dinero. Luego me costó salir de allí.

Según sus propias palabras llevaba una vida nómada, pero como ahora era un anciano y ya no podía viajar con las piernas, pues viajaba con los libros. Me dio un consejo:

—Tú eres joven. Viaja con esto, —dijo señalando sus piernas— pero también, y más importante, con esto otro —concluyó apuntando a la cabeza.

En una de las últimas veces que hablamos yo le llevaba un libro como obsequio. Sabía que le gustaría por lo que ya conocía de él. Era un texto sobre filosofía oriental.

—Para usted.— Le ofrecí el ejemplar.

Me sonrió con calidez a la vez que lo cogía.

—Siempre me interesó la filosofía oriental ¡Muchas gracias!

—Es una filosofía muy profunda. —Contesté. Entonces él me dijo unas palabras que son verdadera enseñanza y que en realidad apuntan a todos los aspectos de la vida.

—Si, pero yo sé nadar.— Su mirada era la del sabio que ha comprendido el sentido de la vida, la del hombre que distingue entre lo real y lo irreal, pero sobre todo la de aquel que sabe lo que los demás no saben.

Acabó el verano, y con ello mi trabajo en el restaurante. Dejé de pasar por aquella concurrida calle y nunca más volví a hablar con él. Al poco tiempo me enteré de que ya no estaba allí. Había emprendido otro de sus viajes. No sé si por este mundo o por el otro. Ya no importa.

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