cuerpo a tierra
Desigualdad sostenible
Uno tiene la convicción de que toda forma de gobierno suspira por la consecución y mantenimiento de una desigualdad sostenible. El progresista, con sus reivindicaciones, aspira a disminuir esa desigualdad en algunos aspectos, igual que el conservador anhela mantenerla en otros. Ahí, en realidad, está la política: en ese tira y afloja de concesiones entre unos y otros, en materias que no les importan mutuamente. Pero también albergo la sospecha de que actualmente la discrepancia entre las ideologías —lo que queda de ellas— cada día está menos en lo sustantivo, la desigualdad, como en lo que unos y otros entienden por el adjetivo «sostenible». Pisos de 40 metros cuadrados, sueldos de menos de 700 euros, pruebas de académico de la lengua para ser bombero. Puede continuar usted, lector, la lista de agravios sin demasiada dificultad porque es larga por los dos extremos.
Me parece que la novedad en el problema no es que existan diferencias, sino en qué punto las consideramos aceptables como sociedad, aparcando la rebelión y sustituyéndola por ese sentimiento minero y taciturno de la depresión. Las sancionamos tanto con nuestro voto como con nuestro silencio, entregamos las llaves del poder y nos quedamos con el malestar de la hipoteca. Un filósofo coreano que ejerce en la universidad alemana, Byung-Chul Han, sostiene que incluso en lo laboral nos hemos convertido en sujetos de rendimiento que se violentan a sí mismos, que somos objeto de «autoexplotación». No existe esclavitud sin dueño y el sistema ha dado con la tecla de un nuevo feudalismo, con la cara mucho más amable que el medieval. Autoexplotados y tan contentos, sin patronal contra la que clamar, nosotros nos apretamos a nosotros las tuercas y rechazamos todas nuestras reivindicaciones, sin tan siquiera detenernos a valorar si son justas.
A esa aquiescencia social, al conformismo que se ha instalado en el cuerpo del grupo, lo alimentan distintas fuentes, pero una de las más importantes es la ausencia de pensamiento. No se trata tanto de un desprestigio de la crítica como de un enfoscamiento de todo aquello cuanto implique reflexión. Un muera la inteligencia sostenido en el tiempo durante tanto tiempo que ya no es algo estacional o pasajero. Juan José Millás, que ha meditado sobre esta amputación del ser, sostiene que al principio fue sustituida por un «pensamiento fantasma, como al que le cortan una pierna». Pero, ahora, ya ni eso. Todo vale.