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León

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Cayo Licinio Maximo estuvo aquí. Hace mucho tiempo. Su memoria se perdió hasta que fue recuperada, gracias a la firma que estampó en una vasija de cerámica que se encontró en una excavación en lo que hoy se corresponde con la calle Abadía, en Santa Marina. León hunde su corazón en este barrio, donde la Legio VI Victrix levantó el primer asentamiento de la ciudad, antes del cambio de era, antes de la caída de Nerón, antes de que la VII Gemina concebida por Galba viniera para perpetuar la cuña de los ríos Bernesga y Torío como territorio de desarrollo desde el que controlar el tránsito del oro de Las Médulas que abastecía al imperio. En este espacio empezó todo. Más de dos siglos atrás, cuando el humilde alfarero romano dejaba a secar las sigilatas en el patio para que las abanicara el vientín que se esparce conspirador a media tarde, la historia se cocía a fuego lento para encontrarnos hoy en el lugar en el que estamos.

Hay infinidad de huellas que describir, restos arqueológicos de lo que fuimos que explican con precisión lo que somos, enterrados en el solar sobre el que hemos edificado el presente con arrogancia. Sólo se necesita asomarse a San Pelayo para darse cuenta del desprecio. En ese codo del casco histórico, junto al torreón del palacio de Doña Berenguela, perecen sepultados los Principia: los vestigios del campamento romano, únicos en la península ibérica, que se degradan cubiertos por el manto de la maleza desde que se descubrieron hace 14 años cuando se intentaba construir un edificio. Una veintena de pasos más allá, tras una fachada sujeta por apeos y sometida al escarnio del vandalismo, se esconde el espacio en el que estaba el Praetorium: la residencia del legado romano, el comandante de la legión, en la que los historiadores apuntan que pudo vivir Trajano antes de ser emperador. No importa. Las nuevas catas por las obras en la zona desnudan la indolencia y la desidia de las instituciones públicas para poner en valor un entorno histórico único. Al igual que en el yacimiento de Lancia, destrozado por completo a la intemperie, la Junta, con su director general de Patrimonio, Enrique Saiz, ha preferido hacer política, en lugar de asentar un criterio científico de conservación de los hallazgos y tratamiento de las excavaciones. Les da igual que Cayo Licinio Maximo estuviera aquí. Lo tratan como si fuera la pintada en la puerta de un váter.