Diario de León

TRIBUNA

El día de la cecina pasó con más pena que gloria

Publicado por
Manuel Arias Blanco profesor jubilado
León

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E stamos viviendo el año gastronómico leonés que supone una serie de acontecimientos más o menos esperados para deleite de muchos y crítica de algunos, como mandan los cánones. Es difícil, casi imposible, que la gente unánimemente esté de acuerdo aun en las cosas más esenciales. Somos así y no hay más que hablar. La envidia o la admiración se imponen a su manera de forma discordante, contrastiva.

Y hete aquí que nos anuncian a bombo y platillo que tal día se dedicará a la cecina, uno de los embutidos de más solera de León. Y con razón. En medio se trataba de aparecer en el Libro Guinness de los récords por cortar nosécuántos kilos de cecina a la vista de un jurado de campanillas. El escenario no pudo ser mejor: la plaza de la esbelta e inigualable Catedral. La faena prometía y la concurrencia no pudo ser más numerosa. Para colmo de males el sol calentó de lo lindo durante esa mañana.

Los amigos llegamos cuando ya casi estaban acabando de cortar la cecina y a punto de batir el récord —que se batió—. Con todo todavía la espera se hizo larga y desordenada, ruidosa e impaciente. Nadie sabía dónde había que ponerse, ni qué tiempo podía transcurrir en medio de apretones, discusiones y desalientos. Espontáneamente se formaron unas filas anchas e indefinidas a la que se añadían de vez en cuando algunos despistados con mucha cara. Hubo que oír alguna palabra que otra de mala digestión.

Una vez que empezó el baile la lentitud era pasmosa. En parte por el desorden y en otra buena parte porque cada cual salía con cuantas bandejas le apetecía: dos, seis, qué sé yo. No creo que llegara muy allá después de un tiempo interminable. No lo sé porque marché antes de tiempo, pero quizás muchos estuvieron esperando inútilmente. Por cierto, las bandejas eran baratas y abundantes, solo que el sol había hecho mella en los cortes de la cecina y parecían suelas de zapato. Todo el sabor se había diluido y mal que bien la fuimos engullendo.

Este evento —uno más— me retrotrae al pasado cuando iba a tomar las sopas o la paella o la matanza y el lío estaba garantizado. Es verdad que en un principio eran aglomeraciones donde imperaba la gratuidad. Ahora, al menos, se ha frenado el barullo con el módico precio atribuido. Menos esta vez, que el ingrediente lo merecía —si hubiera estado en su mejor estado—.

Creo que hay que organizar mejor estos eventos. La policía debe colaborar más en poner orden; la gente ha de ser más educada y respetuosa; la organización ha de velar por prever los contratiempos —si el día está soleado, proteger el embutido o al tiempo que se corta se va pesando y repartiendo—; la repartición ha de tener algún límite; el cobro, aunque se deposite en urnas, ha de contar con cambio…

No sé los demás, pero nosotros —que éramos cuatro— terminamos comiendo la cecina casi sin sabor a la sombra de un pequeño jardín y lamentando la mala organización de este evento tan significativo para los leoneses. Si se quería ofrecer un producto tan valioso y preciado, no se supieron utilizar los mecanismos más favorables. Menos mal que la bota, un poco de pan y el queso nos distrajo del mal trago pasado.

Muchas ideas que aquí aparecen fueron fruto de esta degustación un tanto rancia y sobre todo de mi cuñado Fernando que ni corto ni perezoso esa misma tarde hizo un acto de reflexión y me pasó su escrito por correo. Parte de ese mensaje viene recogido en este arrebato de sinrazón que nos sumió en cierto desencanto. Los cuatro —Fer, Pepín, Efrén y yo—, cual jinetes del apocalipsis, dijimos que nunca más pasaríamos por tragos y trances similares.

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