LA GAVETA
Calle Ordoño II
Mucho antes de conocer León, sabía de la calle Ordoño II por las personas que me hablaban de ella con admiración y lejanía. «En la calle Ordoño es imposible encontrar un papel en la acera», me decía un viajante amigo de mi padre. «En la calle Ordoño se puede comer en el asfalto», profundizaba otro viajante. La calle era un lugar de lujo y categoría, se contaba, de personas que vivían en un escenario que poco tenía que ver con las más humildes calles de Ponferrada. Y eso que la capital del Bierzo ya tenía varias arterias dignas y mercantiles en el pujante barrio de La Puebla.
Yo escuchaba con mucho interés las cosas que me contaban de la calle Ordoño II. De su amplitud, de lo muy elegante que era y de las personas ilustres que por allí vivían o paseaban. Y así ocurrió que me fui imaginando la calle Ordoño de muchas maneras, todas formidables, aunque en el aire. Sin poder concretarlas. Lo curioso es que aún me acuerdo de cómo me la figuraba antes de conocerla.
Un día de 1964 fui a León con mis padres a la visita de un famoso médico que tenía su consulta en la calle Ordoño II, precisamente. El doctor, que tenía un hablar engolado, nos contó que uno de sus hijos quería ser Papa, y me hizo tomar una papilla misteriosa para hacer el contraste con no sé qué aparato. Luego me preguntó: ¿te ha sabido a cemento? Y yo le dije que sí, porque algo parecido debía de ser el sabor del cemento fresco.
En aquel largo día, y mientras esperábamos los resultados de la prueba gástrica, que felizmente sería negativa, fuimos a comer al restaurante Alcázar y luego pasamos varias horas por la calle Ordoño II, por sus egregias tiendas que presidía el sensacional templete que anunciaba los almacenes García Lubén, imagen que yo conocía por haberla visto en el periódico. Pero yo iba a tener la gran oportunidad de entrar en aquellos reinos comerciales, lo que hice con gran recogimiento y admiración, de la mano de mi madre.
La calle Ordoño II tenía algo de norteamericana, de lo que yo había visto en las películas. Y también porque sus aceras eran muy anchas, un rasgo urbanístico que para mí era el más determinante de las ciudades principales. En la calle Ordoño vi a unas niñas muy aristocráticas. Y a unos mendigos que, aunque similares a los del Bierzo, me parecieron más señoriales. También los camareros tenían un marchamo más gallardo. Incluso los árboles eran más nobiliarios. Y todo eso sucedía porque era mi mirada la que estaba encandilada, en mi primer viaje a la gran calle de una hermosa ciudad. Una urbe que siempre tendrá algo especial para sus provincianos. Una mezcla de grandeza y de cercanía. Como un estar en casa, pero con una consideración más elevada, algo así. O no, no sé. Lo que sé es que estar en la calle Ordoño II era y es una familiar ocasión para la alegría. Y ahora que la están renovando, esperemos que sea para mejor.