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LA LIEBRE ÁLVARO CABALLERO
León

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Sin ella, no eras nadie. Daba igual que las costras de las rodillas sumaran dos alturas, que ya supieras meter la cabeza en la piscina y aguantar la respiración hasta tocar el fondo, que treparas a lo alto de la tapia para birlar la fruta sin sucumbir al miedo de la amenaza del perro en los tobillos. No importaban todos esos méritos para ascender en el escalafón. Te quedabas en el pelotón de los pequeños. Hasta el día en el que te graduabas con su tacto, como un arma: se cebaba con una bomba, tenías que calibrarla con el equilibrio de las dos manos y, subido allí, el proyectil eras tú. Entonces, cuando te aupabas encima de una, de una de verdad, no de esas de juguete, te hacías mayor de repente. A partir de ese momento empezabas a conquistar la libertad. No existía quién te parase. Había que verte. Ese verano en el pueblo cambiaban las cosas y todos lo sabían. Estaba ella contigo para demostrarlo. Ya tenías bici.

En verano, las bicis se relacionan con los guajes como las lunas con las mareas: la atracción hace que no paren de moverse para dar sentido a su existencia. Nunca se olvida a la primera. La mía era una California blanca, con el sillín bajo en color azul, como los manguitos y las llantas, y el manillar más alto y estirado para que pareciese que conducía una chopper. Con ella me caí a la presa, atropellé a un coche cuando cruzaba la carretera desde la calleja hacia casa de mi abuela y me probé mil veces. Unas sin manos para tentar el riesgo de la inconsciencia, en la curva con la gravilla suelta de la cuesta abajo de Barrio de las Ollas. Otras, amarrado al manillar como una tabla de salvación y con el pecho paralelo a la rampa ascendente para calibrar los límites de la resistencia, camino arriba del pinar de Adrados, Valdehuesa o el muro del pantano del Porma. Las más, absorto en el pedaleo a ninguna parte, entregado al destino del autómata que ignora que a su vez es el motor y el lastre de un movimiento que se transforma en pensamiento por inercia, como tantas cosas en la vida, aunque pinches y te caigas.

Una bici es una escuela en la infancia y un diván de psicoanalista el resto de los años. Por eso nunca se olvida a montar. No nos damos cuenta, pero para conducirnos sólo intentamos repetir las tres reglas aprendidas el primer verano sin patines, cuando nos soltaron la mano del sillín para regalarnos la libertad: mira al frente, mantente firme y no dejes de dar pedales.