TRIBUNA
Identidad personal e identidad colectiva
D esde el momento del nacimiento, toda persona va a estar sometida a un lento y prolongado proceso de construir su propia identidad. Una parte de ese proceso constituyente del yo individual puede venir condicionada por la herencia genética, pero la mayor influencia la tendrán las relaciones interpersonales que el recién nacido establecerá con su entorno: la madre, cuyo estado psicofísico le influirá incluso antes de nacer, el padre después, los hermanos, los compañeros de guardería y de colegio, los profesores, los amigos y todo el cúmulo de experiencias, unas agradables y otras desagradables o, incluso, algunas traumáticas que vaya experimentando a lo largo de los primeros años de vida.
Se podría establecer el símil de que lo mismo que el escultor modula, golpe a golpe, su obra para darle un determinado formato definitivo, las vivencias que las personas van entrelazando durante la infancia, irán formando su propia identidad hasta llegar un momento en que la estructura se afiance y ya pocas experiencias puedan alterarla.
La mayor parte de las personas, a lo largo de ese lento proceso evolutivo, serán capaces de encontrar un equilibrio entre sus deseos y expectativas, entre sus distintas pulsiones (sexuales, agresivas, de amor o de odio, de rabia o resignación) y la capacidad para controlarlas y socializarlas tolerando, incluso, la frustración de no conseguir lo que se propone y, al mismo tiempo, encontrar personas relevantes con las que identificarse intentando, consciente o inconscientemente, imitarlas y así construir su propio futuro. Cuando la persona no es capaz de encontrar un equilibrio entre sus deseos y el entorno que le rodea, comenzarán a existir problemas que, en un principio, se manejarán dentro de las mismas instituciones (familia, colegio o lugar de trabajo) pero si persisten, esas instituciones se verán sobrecargadas y, en los casos más extremos y conflictivos, requerirán acudir o bien a los servicios de Salud Mental o a la Justicia para que pongan un poco de orden allí donde ya suele reinar el caos. Si exceptuamos a las personas con verdaderas enfermedades mentales como depresión, esquizofrenia y otras de naturaleza más leve como cuadros de ansiedad u obsesivo-compulsivos, podríamos decir que una parte importante de los pacientes que acuden a las consultas de psiquiatras y psicólogos y muchas de las que son privadas durante un tiempo de libertad por los jueces, padecen algún tipo de alteración en el proceso de construcción de su propia identidad.
Con las naciones ocurre algo parecido, aunque sin duda mucho más complejo todavía. Nuestro país, a lo largo de su dilatada historia, ha tenido continuos problemas a la hora de crear en las mentes de los ciudadanos una identidad colectiva. En este sentido, me atrevería a decir que si España fuera una persona concreta, de carne y hueso, necesitaría acudir a la consulta de un psicólogo o correría el riesgo de acabar entre rejas. De hecho, nuestro país está en la cima del ránking mundial de los que tienen más políticos presos, que no presos políticos, y otros muchos en vísperas de entrar en prisión. Esto pone de manifiesto uno de nuestros principales problemas como nación: que las élites políticas, salvo honrosas excepciones, no han estado a la altura de las circunstancias, lo mismo que muchos padres pueden ser la causa de que sus hijos fracasen a la hora de construir su propia identidad personal. Así, un progenitor con problemas con el alcohol puede resultar nefasto para ayudar a sus vástagos en este complejo proceso. Nuestras élites políticas se han caracterizado más por defender sus propios intereses que el interés general de la población.
Por otra parte, suelen actuar más pensando en el corto plazo y en su electorado que mirando hacia el lejano horizonte y, a veces, se dedican a atizar las luchas fratricidas. El problema, sin duda, viene de lejos. La unificación de España que lograron los Reyes Católicos con la conquista de Granada comenzó mal porque supuso la expulsión de los llamados moros, lo cual era comprensible porque había una guerra por conquistar el territorio. Pero también fueron expulsados los judíos con lo que los inicios de la nación se caracterizaron por la exclusión del diferente.
Algo parecido ocurrió al finalizar nuestra Guerra Civil. Los que formaban la llamada Anti-España tuvieron tres opciones: el exilio, el silencio o el tiro en la nuca. La llegada de la democracia supuso la reconciliación de las dos Españas pero no todos se apuntaron a ese cambio. Hubo un grupo armado, ETA, que siguió matando a los que consideraba enemigos de su proyecto de nacionalismo étnico-leninista. Una vez desaparecida, otro nacionalismo, esta vez el catalán, amenaza con romper la unidad nacional. Élites políticas corruptas y luchas fratricidas forman parte de nuestro pasado. Un hipotético psicólogo que tumbara en el diván al paciente llamado España llegaría pronto a la conclusión de que su pronóstico es reservado. Podría aconsejar, como terapia de urgencia, agilizar los procesos judiciales pendientes, aumentar la capacidad de autocrítica, ética a raudales, elecciones generales cuanto antes y, por último, intentar diluir las identidades territoriales en una identidad superior, la europea. Pero Europa anda también últimamente algo achacosa porque son muchos los que anhelan el retorno a la tribu. El paciente debería, por lo tanto, acudir a revisiones periódicas para valorar su evolución y, en lo posible, evitar un empeoramiento.