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Publicado por
ANTONIO MANILLA
León

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Amenudo pensamos que el pasado es un compartimento estanco y hay cosas que ni siquiera nos planteamos: renovar los recuerdos, ponerlos al día, orearlos. Cuando se coteja la memoria personal, todo el común pasado va surgiendo en sus etapas más tristes y placenteras —tristes por ser de ayer e idas, dichosas porque se reviven y regresan aunque sea en fantasma—. Hasta el dolor comparece matizado en la evocación y seguramente no sería inapropiado pensar que la memoria apacigua, templa y hace más aceptable la vida. Somos animales con pasado por alguna razón, y ningún otro ser de la naturaleza puede enorgullecerse de ello. La historia, que es la memoria escrita, y los libros, que a menudo actúan como notarios de vivencias, sirven a la misma señora. Se nos hace, en fin, necesario recordar, aunque en ocasiones no nos resulte fácil ni cómodo.

Recordar, por ejemplo, los días y juegos de la infancia no es algo que se haga impunemente. Aquella torcedura o desgarrón lo tenemos muy vivo, pero si nos paramos a evocar las circunstancias que envolvían aquellas jornadas edénicas, ajenas a la muerte porque eran ajenas al tiempo, muy probablemente se nos colarán por la escotadura donde confluyen el ayer y el ahora esquirlas, virutas y mondas —junto al asomo de alguna lágrima— de las que no éramos conscientes, puede que indeseadas, tal vez gozosas, inesperadas siempre. Sobre esos recuerdos latentes, Freud erigió lo que para algunos es una ciencia y para otros una superchería, el psicoanálisis, que poco más o menos consiste en interpretar racionalmente lo irracional. No consideramos, en fin, acaso porque su evocación nos remueve por dentro, que nuestros recuerdos son una maquinaria necesitada de mantenimiento, que de cuando en cuando conviene actualizar para que aquellos se mantengan vivos y en forma.

Las estaciones inclementes, con sus eternas tardes de lluvia y su escasez de luz, están muy prestigiadas como reavivadoras de esos rescoldos de la hoguera de la existencia que son los recuerdos. Sin embargo, quizá sea el verano el momento más propicio para reencontrarnos con nosotros mismos. Allí, bajo su sol, se formaron la mayoría de nuestros más jóvenes recuerdos, que son los más viejos que tenemos. Y no por ser los primeros, sino los más ancianos, merecen unos cuidados especiales que se ocupa de dárselos muy convenientemente ese sentimiento que denominamos nostalgia, tan afín a los veranos de lentos atardeceres infinitos.

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