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Publicado por
MIGUEL PAZ CABANAS
León

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En unos pocos días, antes de que agosto toque a su fin, se podrá percibir en las tardes de Babia, posada en un muro o velada por la sombra de las rosas, una luz otoñal. Para quien mira con asombro a todos esos bañistas que se rebozan en las playas, o los miles de todoterrenos que avanzan hacia el sur como en su día los panzer que ocuparon Varsovia, esa luz tiene algo de pureza huidiza: sin duda, hay en el mundo islas y desiertos de una belleza más abrumadora, pero esa luz prematura que cae sobre los corrales y los jardines nos sugestiona y nos redime. La melancolía que hay en sus matices es incomparable.

Somos conscientes de que, como en muchos espacios de la España rural, también aquí ha llegado la lepra del olvido y la despoblación. Apenas hay hombres; o al menos aquellos paisanos que se recuerdan contando historias al calor de las cocinas bilbaínas. En algunas aldeas solo se oye el ladrido bronco de los mastines y el susurro de mujeres centenarias que siguen soñando con misas en latín. A muchos babianos, como digo, se los llevó la guadaña y con ellos la peculiar forma de narrar anécdotas y sucesos que, bajo la bruma del tabaco y la sombra del invierno, tejían una trama de personajes y relatos difíciles de igualar. No hablo solo de romances o leyendas, sino de crónicas de personas reales, vecinos o gentes que pasaron en algún momento por Babia: la de ese joven que, para librarse de la mili, fue andando desde su pueblo a la capital para rebajar la talla unos centímetros. O la de aquel médico aficionado al tute que cuando era interpelado sobre el origen de una tos en la cantina, decía, sin levantar los ojos de las cartas, que eso eran minucias, «fruto de beber, de fumar, si acaso del relente de la noche». De Babia fue un labrador que ensalzó al Presidente de la República en tiempos de Franco y en presencia de la Guardia Civil, cuando al paso de una pareja gritó «¡Arriba, Negrín!», que era el nombre que le había puesto al jato que vendería ese año en la feria.

A veces me acuerdo de ellos y esa sensación se intensifica con esta luz del final del verano. De Ignacio y Ernesto, en Las Murias, y de Vances, el chófer del rápido, guiando puro en ristre aquel maravilloso autobús de tono plateado por carreteras sinuosas y heladas. Ese tipo de hombres ya no va a volver; los que, por edad, nos vamos acercando al otoño de nuestras vidas, no les llegamos ni a la suela de los zapatos. Sus historias también se perderán. Este artículo es una expresión consciente de nostalgia y no me duele decir que el futuro que se insinúa será una farsa espantosa. Queda esta luz, como un vestigio donde se embosca la belleza, antes de que los hielos se fundan y todo se vaya al garete.

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