cuarto creciente
La casa de Eduardo Arroyo
E n Laciana, la tierra de Luis Mateo Díez, inventor de Celama y nostálgico de los días del desván, que no son otra cosa que la infancia, pasa los veranos un pintor de fama internacional.
En Robles de Laciana, en una vieja casona de piedra bien arreglada con vistas a una ladera boscosa, descansa y trabaja Eduardo Arroyo; el hombre que mató a Duchamp en un lienzo para denunciar la complicidad entre las vanguardias y el capitalismo; el artista que arremetió contra la devoción por la obra de Miró cuando el régimen de Franco usaba la eclosión del arte moderno para blanquear la dictadura. Eduardo Arrroyo, rebelde y reaccionario, así le han etiquetado.
Sus vecinos cuentan que se levanta temprano para pintar. Y quizá sean los mismos que un día le dijeron que miraba a la montaña con los mismos ojos de su abuelo.
La casa donde pasa los veranos la edificó un antepasado en 1830, y hace tres décadas que la recuperó —convertida en «el basurero del pueblo», ha dicho— para rehabilitarla. Hoy está llena de cuadros, de esculturas, de libros. Hay tantos libros en la casa que Arroyo ha decidido ampliarla con una biblioteca.
En esa casa lacianiega, en un reunión con Zapatero, se habló por primera vez de construir un Parador Nacional en Villablino. En esa casa, sombreada cuando cae la tarde, Arroyo soñó también, tras un viaje a Italia junto a su mujer, con crear un teatro abierto en Laciana, una docena de salas de pintura, una escuela de gastronomía y hasta un taller de cerámica.
En esa casa de contraventanas blancas, seguro, se debatió sobre los cursos de verano que la Universidad Carlos III, la de León, la Fundación Sierra Pambley y el Ayuntamiento de Villablino organizaban junto al pintor, o del festival de música que traía a la pianista Rosa Torres Pardo.
En esa casona de Robles de Laciana, Eduardo Arroyo ya sólo pinta. Y hay días en que se levanta a las seis de la mañana porque tiene un cuadro nuevo en el taller. Todo lo demás se lo llevó la desidia de los políticos, el desinterés de las instituciones, la apatía generalizada, le cuenta el pintor a Vanessa Araújo. Y no me extraña que algunos escritores de Laciana se refugien en la nostalgia ahora que el carbón también está muerto.