El Estado consigue un respiro en Cataluña
L presidenta del Congreso, Ana Pastor, admite que hasta la manifestación de Barcelona tras los atentados de agosto de 2017 no fue consciente de la debilidad del Estado en Cataluña. Y seguramente al resto de autoridades llegadas de Madrid y del resto de España, lo mismo: ni rastro del Estado, a excepción de la Delegación del Gobierno, la presidencia de la Zona Franca y una presencia testimonial de Policía, militares, Hacienda y Guardia Civil. Cualquiera puede pasear por el norte de las provincias de Lleida o de Girona y no encuentra indicios para confirmar que está en España, ni en las carreteras, ni en los organismos públicos.
Es el resultado de décadas de política inteligente de Jordi Pujol y de cesiones de los Gobiernos de Madrid. Unos más que otros, sí, pero todos. Macià Alavedra, hombre fuerte de Pujol en la época del Pacto del Majestic, por el que Aznar consiguió la presidencia gracias al acuerdo con los nacionalistas, parodiaba en privado la reunión de traspasos de competencias y aseguraba que tenía que decirle a Rodrigo Rato: «No nos cedáis también eso, porque eso no podéis». O algunos le escuchamos a Xabier Arzallus quejarse de la tacañería de Felipe González en materia de traspasos: «Conseguimos más con Aznar en un año que con Felipe en trece». Unos más que otros, sí, pero todos. El Estado español quedó en Cataluña —y en el País Vasco— en situación de indigencia. Así era fácil acorralarlo, camino de la expulsión.
Un año después de la tragedia en las Ramblas y de la deplorable manifestación posterior en la que el independentismo politizó el duelo, todo estaba preparado para un salto estratégico con el rey como diana. La decisión del monarca de acudir al acto, pese a todo, del presidente Sánchez de escoltarlo con decisión, como hizo en Tarragona, y de todos los partidos constitucionalistas y sectores nacionalistas moderados más una amplia movilización de la ciudadanía, lo han impedido. No se ha ganado ninguna batalla decisiva pero es justo reconocer que el Estado, desde su indigencia en Cataluña, ha ganado un respiro aprovechando la manifestación de solidaridad. La protesta quedó en la anécdota de las pancartas contra el rey, como en la inauguración de los Juegos del 92 cuando en el Estadio Olímpico se pudo leer en las gradas ‘Catalonia is not Spain’ con el cachorro Oriol Pujol al frente; su padre lo observaba, satisfecho, desde la tribuna de autoridades.
Pero los datos políticos confirman que había un plan para acorralar al rey, saltándose de nuevo cualquier respeto a las víctimas, que fracasó. Primero fue Omnium Cultural la entidad que se desmarcó de la protesta y al final hasta la ANC hizo lo mismo, quizás porque exhibir tamaña fractura interna del independentismo, que a nadie informado se le oculta, hubiera sido demasiado gráfico. El año pasado Ada Colau jugaba el partido en el equipo independentista pero este año, muy debilitada, ha optado por defender la institucionalidad. Hasta el president Torra y el del Parlament asistieron al acto presidido por don Felipe, aunque Torra arengó a los radicales con una frase impropia de su condición legal de máximo representante del Estado español en Cataluña: «Hay que atacar al Estado». Otra para el catálogo de contradicciones.
En el partido de la oposición, el Popular, todavía se están ajustando posiciones. Contrasta la impecable actuación institucional de Ana Pastor y Pío García Escudero, tercera y cuarta autoridad del Estado, con las declaraciones sorprendentes del nuevo secretario general de Pablo Casado, el joven diputado Teodoro Egea: «Sí en Barcelona pitan al rey, será culpa de Pedro Sanchez». Hombre, eso es como culpar a Mariano Rajoy, injustamente, de la pitada al rey del año pasado. El nuevo PP debe afinar la puntería en sus declaraciones si quiere optar a una recuperación de credibilidad. O confirmará a Albert Rivera, tal como pronostica el sociólogo Jaime de Miquel, en su liderazgo del centro derecha. Ya ven: hubo algún respiro pero no tregua.