Diario de León

TRIBUNA

Consejos y despropósitos

Publicado por
Ara Antón escritora
León

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O currió en un pueblo de Málaga. A un anciano de 83 años lo habían asaltado seis veces en dos meses y el pobre hombre ni siquiera lo había denunciado, intimidado por los ‘valientes’ que consiguieron llevarse cien euros —probablemente, la comida de un mes del anciano— y unas litronass.

Días más tarde, uno de ellos volvió a robar, en este caso a una mujer de 71 años, doscientos euros y un móvil. Menos mal que la Secretaría de Estado de Seguridad «previene y mejora la seguridad de las personas de avanzada edad, a las que imparte ¡consejos!, para que adopten medidas de precaución para evitar delitos». ¿Qué medidas serán estas, cuando los ancianos se pliegan a su suerte y no se molestan en denunciar los atropellos de los que son víctimas? ¿Dejar a los delincuentes unas horas en comisaría, tal vez? ¿Vestir a los agentes con una sábana y unas cadenas, para que cuando se encuentren con los ladrones griten con voz de ultratumba Huuuuuu?

Y a los detenidos —menores de edad— por violar a una joven en San Sebastián ¿les regalarán unas gafas de sol o les premiarán con un viaje a Ibiza, como al guardia civil de La manada?

No hay nada que hacer. Somos buenos y no lo podemos evitar. Todo delincuente —y delincuenta— tiene derecho a reinserción. ¡Pues claro! ¡No faltaría más! Pero, digo yo: ¿Están rehabilitados a las pocas horas de detenerlos o necesitarían meses de tratamientos, aprendizajes y un poquito de cultura? No mucha, pues ya se sabe que la gente muy culta es conflictiva por naturaleza.

Ahora tenemos mucho diálogo y eso es bueno, si no fueran como aquellos del TBO, que algunos de esos machacados ancianos recordarán: «Diálogos para besugos». Entonces los besugos eran unos necios que conversaban, hablando cada uno de su tema, sin escuchar ni compartir el de su oponente. Y después de tantos años, aquellas historietas se han vuelto a poner de moda. Todos hablamos y nadie escucha, más que nada porque no es necesario; ya conocemos el tema: «Que si somos los más buenos del mundo mundial». «Que tenemos que ser aún más buenos que los más buenos de Europa, América, África y el resto del planeta…»

Tiene razón Yolanda García cuando asegura que «Lo de sorprender por sorprender es una moda. Lo auténtico nunca pasa. Lo exótico no está tanto en lo lejano, como en lo que no conocemos, aunque esté cerca.» Brillante la señora, quien, aunque parezca una escritora criticando un bestseller, es una de las pocas mujeres que regenta un restaurante. Porque ahora que el asunto da dinero, son los hombres —¡Cómo no! — los que marcan tendencias culinarias.

Y, retomando lo de «sorprender», ya no queremos asombrarnos porque sería tan chocante ver a los delincuentes entre rejas, que preferimos someter a nuestros ancianos a un constante expolio, si es que algún día, como ya ha pasado, no les da a esos machitos por apalearlos, solo por jugar, hasta matarlos. Y mientras, los pobres policías y guardias civiles, en lugar de ejercer su autoridad, que es para lo que los prepararon, son obligados a dar consejos.

¿Qué nos ocurre? ¿Acaso no entendemos que las palmaditas en los hombros son para saludar a amigos y no para detener ladrones? ¿Dónde está la ley que protege al débil? ¿Dónde la que debería ayudar a vivir a los honrados?

Por todas partes ocurren hechos similares y a nadie parece importar porque nadie hace nada que no sea sonreír y mostrar a las cámaras su lado más fotogénico.

También procuran controlar los espacios televisivos, que podrían ser un medio de divulgación, que no de adoctrinamiento, para llevar a esas acémilas un poco de cultura, disfrazada de cuentos, juegos o historietas, como si de niños se tratara. Pero eso estaría mal visto porque nosotros no somos «paternalistas» y la libertad de emisión ha de ser total. Da igual que se llenen horas y cerebros con la vida y los gritos de cuatro listillos, a los que no importa exponer su sucia ropa interior por una limosna, para disfrute de las mentes, vacías y morbosas, de españolitos que los siguen con pasión, olvidando sus propias miserias, de las que nadie intenta sacarlos porque así, mientras estén entretenidos, no exigirán sus derechos.

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