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Publicado por
antonio manilla
León

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Los viajes largamente programados tienen casi siempre un mismo desenlace. Cuando la gente descubre que sus destinos no tienen textura satinada ni luminosidad de fotografía, se lleva una pequeña decepción, siente sus expectativas frustradas y cierto desengaño por los vanos afanes que llegaron a hacerse cuando todo era aún víspera.

Aun así, el viaje —que para Josep Pla equivalía a poco más que cambiar de cama a un enfermo, y para Emerson era el paraíso del necio— merece la pena, pese a que nunca podamos hacerlo sin desprendernos de nosotros.

Es como un abrir ventanas de una casa largo tiempo clausurada y que entre el aire fresco, sin importar que el aire no sea puro del todo. Quizá sea por eso que nadie habla mal de sus destinos, no solo porque los eligieron ellos y no nos gusta dar el brazo a torcer ni admitir el error. En materia de viajes, todos somos de buen conformar, y, aun en el caso de que nos decepcionen, al menos aprendemos una cosa: que no vamos a volver. Siempre es un respiro ser un poco más sabio que al partir.

Tras esa bocanada de oxígeno que supone el contacto con lo que nos era desconocido, la vuelta a casa tiene una alegría que diríamos sobreactuada: somos felices de regresar a lo igual y constante, a nuestro centro del universo, exactamente igual que si hubieran pasado un par de lustros de ausencia. Por esa felicidad peraltada, hay quien sostiene que lo mejor de los viajes es el regreso. Mientras la ida está presidida por la esperanza, la vuelta lo está por el alivio, la certeza de dejar de fingir ser otra persona y reencontrarnos a nosotros mismos en nuestro ambiente. El reencuentro con la rutina, incluso la del trabajo, restablece una de las simetrías de la vida.

Acaso entren con nosotros en el hogar aromas nuevos y brisas extranjeras, acaso también traigamos la semilla de alguna añoranza por estrenar, pero nos apresuramos a cerrar ventanas. Sabemos que no pasará mucho tiempo y ya estaremos sintiendo de nuevo la inconmensurable llamada de ver mundo. Y, cuando no, algo aún peor: la pulsión de volver al lugar de una de nuestras anteriores aventuras. Porque, junto a la confusa alegría de los viajes, se agazapa un grave peligro del que nadie está exento: el de enamorarnos de una vez para siempre de nuestro destino.