Llanera y la defensa del Estado
C uando Puigdemont fue detenido en Alemania y comenzó a organizar su campaña populista de opinión para desacreditar al Estado español, hubo quejas sobre la pasividad de la embajada de España en Berlín, que hubiera debido contrarrestar personalmente la difusión de muchas insidias. Más tarde, cuando el caso se judicializó, es muy dudoso que el Estado español hiciese cuando podía/debía para lograr una aplicación cabal de la Euroorden, comprometer al Gobierno alemán a tomar una posición en un asunto de soberanía como es la extradición de una persona, e incluso personarse en los procesos mediante la contratación de un bufete de abogados capaz de mantener una controversia jurídica con el tribunal de Schleswig-Holstein, o de movilizar a la fiscalía federal alemana para que tomara cartas en el asunto. La Fiscalía Federal de Alemania (Bundesanwaltschaft) está dirigida por el fiscal general, quien también supervisa y dirige a los fiscales federales y a los fiscales superiores y ordinarios. A su vez, la labor del fiscal general está supervisada y dirigida por el Ministerio Federal de Justicia. Quiere decirse que la señora Merkel pudo y debió instruir a la Fiscalía para que plantease las dudas evidentes que se habían abierto cuando el tribunal de un land decidió desnaturalizar una euroorden y contradecir a un Tribunal Supremo de un país europeo, lo que lesionaba los Tratados de la Unión y perjudicaba a un Estado amigo. Nada se hizo.
Ahora, este Gobierno, que era oposición cuando sucedió todo lo antedicho pero que acompañó al Ejecutivo en su lucha contra el populismo independentista, se encuentra con el ‘caso Llarena’, una marrullería más del soberanismo, encaminada a desprestigiar al magistrado que instruye el sumario del golpe de mano del 1-O y desacreditar la Justicia española.
En primera instancia, el principio de separación de poderes sugería que, al tratarse de una querella teóricamente dirigida contra el magistrado a título personal y al margen de su labor jurisdiccional, debía ser el Consejo General del Poder Judicial el que le prestase amparo. Pero si se admite, como parece ineludible, que estamos en presencia de una mezquina operación de marketing del soberanismo, es claro que el Estado tiene que salir en tromba a defenderse.
Hablando en plata, del ‘caso Puigdemont’ se desprende que la eurorden no es útil en la UE para resolver hipotéticos conatos revolucionarios de índole territorial, ni para frenar el irredentismo en su seno, ni para desarticular movimientos populistas radicales que intenten modificar por la fuerza algunos elementos irrenunciables del Estado de Derecho. Europa debe fortalecerse frente a todas las agresiones, y el caso catalán ha de ser un paradigma al respecto, a iniciativa del Estado español.