TRIBUNA
Embalse del Porma: otra mirada
D urante las últimas décadas he leído y escuchado muchas opiniones y relatos sobre el embalse del Porma. Ninguno de ellos encaja con mi experiencia personal. Como ya van desapareciendo los protagonistas de aquel proceso me parece oportuno dejar constancia de otra mirada. Le ofrezco al lector una visión diferente a lo que ha podido leer hasta ahora. Quizás le pueda ayudar a conformar una opinión más equilibrada sobre un hecho tan complejo y controvertido como es la construcción de un embalse, en este caso el del Porma.
Nací y me críe en Reyero, uno de los pueblos que quedaron a la orilla del embalse, sin ser expropiados. Era niño cuando se construyó el embalse. En mi pueblo se hablaba mucho del «pantano» y de sus consecuencias. Tuve muy pronto claro que aquel era un asunto de gran importancia. Los mayores hablaban de ello con gran pasión. Por eso tengo nítidas en mi memoria aquellas conversaciones. Obviamente yo no participaba en ellas. Solo fui notario. Ahora puedo dar fe de lo que oí y vi.
En aquellas conversaciones había algo que sobresalía por encima de todo lo demás. Era la envidia. Envidia profunda hacia aquellos que iban a ser expropiados por el embalse. ¡Por qué no levantarán el muro 20 metros más! Esa era la frase más escuchada. Una plegaria que nunca fue atendida. Claro, no había agua para tanto. Por eso la esperanza de un futuro mejor nunca llegó a los habitantes del valle de Reyero.
Tengan ustedes en cuenta que en aquellos tiempos vivíamos en una economía de subsistencia próxima a la miseria. En mi casa (abuela, padres y un servidor) subsistíamos con lo que producían cuatro vacas, 20 ovejas y 5 cabras, más algunas tierras de cereal, patata, y un huerto. Lo habitual para la época y la zona. «Che que mierda, ustedes están aquí porque no han visto otra cosa» nos dijo un pariente que vino a vernos desde Buenos Aires. Una de las frases que más impacto me produjo cuando era niño.
Mis padres tenían muchos familiares, amigos y conocidos entre los habitantes de los pueblos expropiados. Asistí a lo largo de los años a muchos encuentros entre ellos, en diversos lugares. Un denominador común. Satisfacción casi eufórica de los expropiados y tristeza en mis padres. La constatación de que aquellos que antes tenían un nivel económico similar al suyo ahora disfrutaban de una situación holgada o muy holgada era corrosiva. La rabia contenida de mis padres era sangrante para mí. Probablemente lo que más le dolía a mis padres era que yo tuve que ir a estudiar al Seminario (no había dinero para más), mientras que los hijos de sus amigos desplazados a León podían estudiar cómodamente en el instituto y continuar viviendo con sus padres.
La opinión generalizada en mi pueblo era que las expropiaciones habían sido económicamente muy generosas. No tengo datos concretos, pero sí una experiencia cercana. Mi abuelo Fernando tenía dos prados pequeños (un carro de hierba cada uno) en el pueblo de Vegamián. Con el dinero que le dieron se compró la primera motosegadora de estas montañas y le sobró bastante dinero para otros menesteres. Con aquella máquina mi abuelo hizo dinero muy jugoso segando para unos y para otros en todo el valle.
El valle de Reyero sufrió mucho por la construcción del embalse. La actividad económica en la comarca cayó en picado. Los servicios que antes obtenía en Vegamián ahora tenía que buscarlos en Boñar. Su salida natural hacia Boñar y León, antes carretera recta y llana, era ahora un amasijo de curvas y de cuestas, bien sombreadas en invierno para que la nieve y el hielo pudieran prosperar adecuadamente.
Además de sufrir las consecuencias citadas no obtuvo ninguna compensación. Ni siquiera le dieron un centímetro cuadrado de las muchas hectáreas comunales que dejó libres el Ayuntamiento de Vegamián. Que el terreno común de Lodares y Armada no pasara al Ayuntamiento de Reyero, que tenía y tiene una importante cabaña ganadera, es una de esas injusticias clamorosas. Una cacicada ejecutada al más puro estilo de la época. Destitución fulminante de alcaldes incómodos, sobornos múltiples, amenazas de todo tipo y destrucción de documentos. Esto último impidió que prosperara la denuncia formulada ante el Defensor del Pueblo años después.
El asunto citado en el párrafo anterior daría para centrar una buena novela, si algún escritor con oficio tuviera interés en rescatar del olvido un trozo de Historia de la Montaña del Porma. Al olvido fue enviado por las autoridades de entonces. También tuvo la colaboración de algunos fuegos artificiales muy esplendorosos que desviaron la atención hacia los aspectos más emocionales y nostálgicos del «pantano».
Lógicamente la vida siguió su camino y aprovechando el desarrollo económico de España fuimos saliendo adelante. Y en paralelo con el desarrollo económico español se produjo un fenómeno bien conocido. Los «pueblos» pasaron de ser despreciados y olvidados a ser progresivamente admirados y deseados, eso sí, como segunda residencia. Y es ahí cuando surge la nostalgia de los expropiados. Los que nos quedamos destripando terrones a orillas del embalse, sin poder disfrutar de las ventajas de las indemnizaciones y sufriendo las consecuencias ya citadas nos quedamos atónitos. Aquella progresiva oleada de reivindicaciones era para nosotros un acto de avaricia y de incoherencia. Solíamos decir: «Esta gente lo quiere todo. Progresaron y se acomodaron con las indemnizaciones y ahora, además, quieren el pueblo». Ya lo dice el refrán. No se puede tocar las campanas y andar en procesión.
Bien es verdad que las citadas reivindicaciones nostálgicas no fueron promovidas por los actores principales del proceso sino por sus descendientes. Descendientes que o bien no habían nacido cuando se construyó el embalse o eran demasiado jóvenes para llevar sobre sus espaldas la dura realidad económica de los años cincuenta y sesenta en las montañas de León. «Aquí solo quedamos los pardalones», decía Manuel, un hombre de mi pueblo que finalmente también se fue.
Quizás algún lector pudiera preguntarse qué hubiese hecho yo si la plegaria de mis padres (¡20 metros más!) se hubiera materializado. En ese supuesto mis padres se habrían acomodado en la ciudad y me habrían liberado de estudiar duro para conseguir y mantener la beca que me permitió seguir estudiando cuando salí del Seminario. También me habrían liberado de pasar mis vacaciones de estudiante recogiendo hierba, trillando, ordeñando vacas y pastoreándolas, mientras los hijos de sus amigos expropiados sí podían disfrutar de sus vacaciones de estudiantes.
¿Habría sido yo un descendiente reivindicativo. Un activista «anti-pantano»? Quizás sí, quizás no. No lo sé. Pero sí sé una cosa. Si lo hubiese hecho, mi activismo hubiese sido un torpedo contra mis padres. Porque ellos deseaban fervientemente que su pueblo quedase sepultado por las aguas, y lo deseaban mucho más que los potenciales regantes del páramo y la ribera. Muy por encima de su pueblo, que entonces no valía nada, estaba su futuro económico y el de su hijo. ¿Debería yo censurar que deseasen alejarse de la miseria y acercarse a la prosperidad. A su prosperidad que también era la mía?
Así surfeó un niño de Reyero las convulsas olas del Embalse del Porma.