Diario de León
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PANORAMA JUAN GÓMEZ JURADO
León

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A yer por la noche, consciente de que se acababa el verano y de que los niños comenzarán pronto un curso del que ya saldrán —¡ay!— adolescentes, me dio por irme a su habitación y sentarme a leerles un cuento. Creí que me mandarían a pastar, porque ya no tienen edad, pero sorprendentemente me dejaron hacer. Yo fui feliz durante un rato. Creo que ellos también.

Cuando era pequeño, mi padre se sentaba cada día al borde de mi cama y me contaba una historia. Tenía que ser un auténtico sacrificio para él, después de estar fuera de casa tantas horas trabajando. Llegaba e iba derecho a mi habitación, pues era muy tarde. No se quitaba ni los zapatos, tan solo se aflojaba el nudo de la corbata, tomaba un libro de una estantería alta del pasillo y comenzaba a leer.

El libro era siempre el mismo, un libro azul, fino, del que brotaban las historias más disparatadas. Las contaba con muchísimo arte, cambiando las voces de los personajes, usando su propio tono para el narrador. Era un espectáculo del que, para su propio pesar, yo no podía prescindir. Ahora que me he hecho mayor y tengo mis propios hijos, me he dado cuenta de lo terrible que es demostrar que eres un gran narrador (pues ya nunca puedes librarte del cuento antes de ir a dormir). Yo no llego a la altura de mi padre, aunque procuro imitarle en lo posible, pero enseguida verán cómo es un intento inútil.

Cuando crecí y aprendí a leer, el libro azul regresó a su estantería. Durante muchos años quedó allí olvidado, hasta que me hice lo bastante alto como para alcanzarlo y descubrí, pasmado, que allí no había ogros, ni princesas, ni gigantes, ni esforzados caballeros. Solo aburridas digresiones que no alcanzaba a entender. Cuando vi el título (El mundo como voluntad y como representación, de Schopenhauer), comprendí todo y admiré más aún a mi padre. Nunca me había leído un solo cuento, sino que se los había inventado todos. Usando retazos de los cuentos que conocía, mezclando historias con noticias actuales, con chismes que había oído en el trabajo o en el metro de vuelta a casa. Había convertido la realidad en magia para hacerle, a pesar de su propio cansancio, el mejor regalo que se le puede hacer a un niño, que es el regalo de la ilusión por las historias y por la palabra.

Por eso el otro día me dio por leerles a los niños. Quizás por última vez. Por lo pronto voy a sentarme a esperar a que ellos me pidan que vuelva a hacerlo. Para picarles, dejé a medias el cuento, uno de los de ‘Así fue como’, de Rudyard Kipling. El de cómo consiguió su trompa el elefante. ¡No me diga que no lo conocen! Pues verá: Había un pequeño elefante con una curiosidad inagotable que se pasaba el día haciendo preguntas a todos los animales de la sabana con los que se cruzaba, hasta que un día.

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