Un obispo catalán
E n 1967 llegó a Astorga un hombre flaco, elegante y palatino, que traía una misteriosa bondad y la sabiduría de los grandes clérigos de Barcelona; de su alta escuela cristiana, latina y mediterránea. También cautamente antifranquista. De aquel magma culto, de aquella Barcelona que era entonces el lugar más abierto de España, el más admirado por el resto de la nación, venía aquel hombre que había sido joven rector del seminario y experto en asuntos ecuménicos. Y que era el nuevo obispo de una diócesis arcana y montañosa, con más de 1.500 años de historia.
Su estupor fue muy grande cuando llegó a la ciudad de los antiguos astures y de los militares de artillería. Y de una crema eclesiástica que tenía más espolones que los presbíteros de La Regenta de Clarín. Monseñor Briva Mirabent tuvo que acostumbrarse a una vida nueva y humilde, varada en una pequeña capital del Noroeste, en la que, curiosamente, le habían antecedido varios obispos catalanes, como Grau Vallespinós, el que fue gran amigo de Gaudí, a quien le encargó un palacio episcopal de cuento y princesas. Una ciudad en la que habían nacido ilustres poetas, ensayistas, historiadores y hasta algún efímero presidente del gobierno. Una ciudad con dos periódicos que parecían hojas parroquiales, y con mucho frío, infinito frío que pronto hizo mella en la vida y en el alma de don Antonio, que sufría lo suyo en los crueles inviernos de la meseta. Bajo el azote nada místico del helado viento del Teleno.
Don Antonio pasó casi 26 años en aquella ciudad, en la que él calculaba estar muy pocos, como paso previo a regir alguna sede de su país hoy secesionista, y siempre con su clerecía envuelta en nacionalismos, por otra parte tan poco católicos, tan poco universales. Pero don Antonio, ¡ay! no pudo ser obispo de Solsona, de Urgell o de Vic, esa ciudad supremacista donde un altavoz lanza cada atardecer una soflama anticonstitucional desde el minarete del ayuntamiento.
El obispo se quedó para siempre en Astorga, cada vez más prematuramente viejo y triste, más fumador desatado de casi cuatro paquetes diarios de Chesterfield, y cada tarde más envuelto en su pasión por el buen whisky. Pasión que más de una vez le llevó a desbaratar los oficios religiosos del viernes santo, alargándolos durante horas y horas para desconcierto de los fieles. Soy testigo.
Yo vivía casualmente en el piso de arriba de sus aposentos en el seminario. A veces le escuchaba hablar con su monja asistente; a veces le escuchaba callar. Dicen que leía mucho y que lloraba a solas su vida rara en el quinto pino. Fue un catalán educado y cortés, como casi todos, hasta que la barbarie soberanista decidió arrasar la convivencia, la historia, la libertad y la alegría. No lo conseguirá, obviamente. Mientras tanto, las cenizas del prelado barcelonés reposan, silenciosas, en la bella catedral asturicense.