MARINERO DE RÍO
Los últimos, los primeros
No conocemos sus nombres. No sabemos quién fue el primero que trenzó una sebe, ni el primero que ideó la lastra para guardar la yerba, ni el que enseñó a otros cabruñar el gadaño. No sabemos cómo se llamaban los pioneros, los precursores, los que usaron puertos y madrices para guiar el agua a los prados, los inventores del molino y del hurmiento, los creadores de la portillera y del gabuzo; genios innominados, esos que dieron luz a una particularmente laboriosa raza de héroes anónimos, a los que tantas cosas debemos y a los que deberíamos tener siempre en nuestro pensamiento, quizá dedicando altarcillos o manteniendo velas encendidas de continuo. En cambio, en muchos casos conocemos a los últimos eslabones, los que resistieron hasta el último día, los que lo siguen haciendo. Raquel y Jesús, pastores de Farballes; Manuela, la última habitante tradicional de Paradilla; José Antonio el de Tonín. Sabemos de su circunstancia y de su situación de postreros depositarios de un universo que se ha ido por el desagüe de la historia.
La mayoría de pueblos leoneses y de buena parte del país tiene más de mil años de historia atestiguada, honda huella de su paso por el mundo. Desde entonces a hoy han sido unas cuantas las generaciones que en ellos aprendieron a vivir y a amar, que trabajaron y sufrieron, que sacaron adelante la estirpe con la sola ayuda de sus manos y de la herencia recibida… hasta ahora, claro. Porque ese es el signo de estos tiempos, el de la ruptura casi total de una corriente que llega desde las fuentes de la memoria. Ese es nuestro testamento, el genocidio de rostro amable del que pocos hablan.
Decía un veterano activista de la lucha contra el abandono rural que el único modo de repoblar ciertas zonas era procediendo como en la Edad Media, cuando villas y colonos recibían de los reyes beneficios y privilegios de modo que les compensase vivir en peligrosas e inestables tierras de frontera. Lo mismo tendría que pasar aquí: hacer que compense. Deducciones y ayudas pensadas para que mantener el paisaje cultural vivo —nos va la salud y la dignidad en ello— no sea una ruina total, una cruel soledad.
Y esos nuevos pioneros, esos colonos, esos valientes, esos también tienen nombres y apellidos. Y ya están llegando.