Las violencias de Torra
P odía Torra haber seguido leyendo sus papeles indefinidamente, pues su tono extremadamente monocorde le aseguraba la economía energética suficiente para durar y durar, y habría seguido sin decir nada. Para ser un recién llegado a la política, y aun esto con carácter vicario, no se le da nada mal el arte, tan ligado a ella, de vaciar de todo contenido las palabras.
Torra no dijo nada en su representación teatral del martes, pero de ello, de ese vacío, de esa nada, pareció desprenderse algo: su convicción, compartida seguramente por la cáfila de burgueses ociosos y posconvergentes que integran el sanedrín independentista, de que la cosa se les ha ido de las manos. Con aquello que urdieron para tapar con una gigantesca estelada el Caso Palau, el Caso Pujol, el 3% y tantas otras hediondeces, pero que tanta gente creyó a pies juntillas que se trataba de la senda de la Felicidad Catalana, incluidos los que por esa convicción se hallan en la cárcel, ya no saben los Torras, los Mas y los Puigdemones qué hacer, pues la insurrección a la que tan alegremente invitaron a las masas portadoras de la estelada descomunal acabaría, acabará, devorándoles.
De ahí que dentro de esa nada del discurso torriano, atorrante, abundaran las apelaciones al diálogo, dejando lo de la insurrección para las pobres masas, como cosa de ellas, no de los comediantes que las lideran. Vano sería insistir en la clase de diálogo que demandan, uno cuyas condiciones, desarrollo y resultados se ajusten como un guante a sus caprichos, pero no estaría de más reparar de nuevo en ese anexo o complemento del «diálogo» con el que pretende santificarse la carlistada: la no violencia. Dejando a un lado la circunstancia de la apabullante desproporción de fuerzas, que se la desaconsejarían, la violencia, absolutamente, ¿quién ha dicho que el golpe institucional secesionista, aún activo aunque con sordina para evitarse los líderes problemas judiciales, no es, en sí mismo, un acto no ya violento, sino de una violencia tan inconcebible como inaceptable en tanto percute agresiva y devastadora sobre la armónica convivencia, sobre las leyes que la protegen, sobre las familias y las personas, sobre la economía y sobre todo lo habido y por haber?
Nadie ignora, se supone, que violencia, como el maltrato, no es sólo la física, sino también, si es que no principalmente, la moral, la psicológica. ¿O no es radicalmente violento que el presidente de una autonomía proclame serlo sólo de la mitad de sus habitantes y en perjuicio del resto? Este Torra, que pasando ya un poco de Gandhi por demasiado cantoso se cree ahora Martin Luther King, anoche tuvo un sueño. El mismo que se convierte para los demás, para todos los demás, en pesadilla.