Corbatas y calzones
C reemos que para medir el alcance de una crisis los observatorios utilizan parámetros muy sofisticados, pero a veces recurren a indicadores de lo más simple: la compra de coches o electrodomésticos, por ejemplo, es uno de los más comunes. A veces resultan pintorescos, como en el caso de las corbatas o los calzoncillos, cuyo creador, aunque suene exuberante e irracional, fue el mismísimo Alan Greenspan, gobernador de la Reserva Federal de los Estados Unidos. Por lo visto, en tiempos de bonanza, la gente se gasta más dinero en los segundos y tira de corbata cuando la economía se entumece. El desembolso tiene su relevancia si advertimos que ya hay quien, diez años después de la rapiña neocapitalista y la infamia de Lehman Brothers, amenaza con una nueva contracción global. Dicho de otra manera: los vientos de cola de la economía mundial (la pujanza de los países emergentes, el precio del barril de petróleo, los tipos de interés) parece que soplan con menos fuerza y estamos entrando en un periodo de desaceleración. Eso se supone que nos llevará a ver caballeros encorbatados por rúas y plazas, liquidada una época donde hasta los presidentes más estreñidos asistían a los consejos de administración despechugados. Evidentemente habrá a quien esto le importe una higa, como nos demostró Pablo Iglesias la semana pasada, cuando entró con la camisa arremangada a ver al presidente del Gobierno: por un momento, nos pareció un vecino que acudía a realizar una gestión con el administrador de fincas. No se me malinterprete: los mayores capullos que yo he conocido llevaban corbata, aunque seguramente haya sido fruto de la casualidad. En cualquier caso, si regresa el lobo feroz y ha florece de nuevo el imperio de la corbata, si ha de presionar el nudo la nuez, que al menos se preserve el buen gusto: eso de ver a ejecutivos cincuentones con topos chillones o figuritas que representan un dibujo animado (tipo Oso Yogui, la Vaca Que Ríe o el Pato Donald), resulta como poco inquietante. Sería aconsejable algo de moderación y una inclinación por colores tenues y sobrios. Sobre la otra prenda, los calzoncillos, no seré yo quien dé consignas, ni siquiera si el personal decide prescindir de ellos, asumiendo el viejo y destemplado rol de los comanches. Después de todo, si el tren de la economía vuelve a pararse en una estación fría y desolada, si vuelven a crujirnos vilmente, quizá no haya mejor solución que recurrir a una única pieza: me refiero a esos calzones que llegaban hasta el cuello y que con tanta gallardía llevasen tipos como Lee Marvin o Jason Robards, en aquellos tiempos donde la vida de un trampero o de un colono rodeado de maíz y gallinas no valía ni un mísero dólar.