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León

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Está por escribir la historia de los paisanos de esta tierra que apuntaron al debe del curtir de su lomo la construcción de los muros que definen la distribución de los prados de la montaña leonesa. El organismo que acredita la concesión del título de patrimonio de la humanidad debería hacer un hueco para reconocer la importancia del deslinde que piedra a piedra ha marcado la geografía de los mapas que monte arriba dibujan, como si lo marcaran al carboncillo, el lienzo de la distribución de la tierra. No valía un alambre de espino, ni un cuerda con el aviso de zumbido del pastor eléctrico junto a la portillera desvencijada. Como mucho cabía la opción de la concepción de otro de los clásicos: la sebe, siempre limitada por su calendario de caducidad: una sebe dura tres años, tres sebes un perro, tres perros un caballo, tres caballos un hombre.

El empeño de los muros que se encuentra uno trocha arriba, por donde ahora apenas abren camino los animales a los que se premia con el pasto a puerto abierto, representa un rasgo del carácter con el que los montañeses construyeron una identidad contra la erosión del tiempo y los elementos. Las murias bosquejan el paso por el que los rapaces enveredaban la vecera para hacerse mozos, cuando el ganado era la unidad de subsistencia y el patrón tierra avalaba el tamaño de una familia. La aparición de los muros en mitad del monte, cuando la orientación depende de encontrar el norte en la cara tapizada de musgo de los robles, sorprende ahora a quienes buscan en la biodiversidad de los bosques una ocupación para el tiempo libre. Esa concepción del espacio como objeto de ocio choca con las paredes de piedra que durante años levantaron los pastores para dar sentido a las horas y los días en el desamparo de la montaña cerrada. En la modorra de los sueños de brañas pacidas por los rebaños, los paisanos leoneses edificaron con abnegación de orfebres la construcción de morrillo sobre morrillo, con la postura más favorable, y la lábana como remate para evitar que el agua y el frío desmoronen la estructura. Hay una historia por contar —quizá una de esas con las que el amigo Víctor del Reguero hace memoria sin el estorbo de la vanidad— por cada pared que resiste donde el monte ha tomado posesión de los prados que antes eran el orgullo de sus dueños. Esos muros se deben proteger como lo que significan: el vestigio de una civilización que pereció cuando perdió la consistencia de sus principios.

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