Un año después
C on anterioridad a la conmemoración del 1-O, que el independentismo festejará con su proverbial sectarismo que marginará una vez más en las calles a la mayoría social que no es secesionista, hemos tenido ocasión de evocar —que no ‘celebrar’, obviamente— los sucesivos desafueros que condujeron a aquella fecha fatídica, que debía haber supuesto la culminación del ‘procés’ y que tuvo visos de un verdadero golpe de Estado, tesis que se afianza a medida que se van conociendo los detalles de aquella operación
A estas alturas, cuando todavía no se ha celebrado el juicio en el Supremo por aquellos hechos, que resultará el punto de partida del desenlace del conflicto, hay muchas incógnitas del pasado por dilucidar y, desde luego, el futuro está abierto. Pero no es aventurado calificar ya de completo fracaso la intentona, ni por tanto hablar de «naufragio» para describir el largo episodio, como hace la ilustre periodista del principal periódico catalán. Sigue sin haber una mayoría social, la comunidad internacional no apoya como es natural el unilateralismo y el Estado español está dando muestras de la fortaleza que todos le suponíamos.
La huida de Puigdemont, y su ahora lógica resistencia a regresar, después de haber sido incapaz de frenar un relato que avanzaba precipitadamente hacia el abismo (hasta hundirse en él), constituye un elemento de bloqueo ya que dificulta el retorno a la normalidad, previo pago de un precio que podría llegar a ser aceptable por todos si fuera políticamente posible negociarlo. Porque el aquí y el ahora son muy fluidos en la actualidad: la independencia está más lejos que nunca y el cierre del conflicto aparece también extraordinariamente lejano, a menos que retorne la cordura en los circuitos nacionalistas.
Puigdemont, que es quien mantiene encendida la llama de la independencia a las bravas, ha declarado hace unos días que espera retornar a Cataluña en unos treinta años, que es lo que tardará a su juicio en producirse la secesión. Y si esta es la previsión, más o menos bufa, habrá que preguntarse si es legítimo —ya se sabe que no es razonable— pretender que se mantenga la actual inestabilidad todo este tiempo. La tensión presente, que ha llenado de crispación a todo el Estado, genera una grave desazón especialmente en Cataluña, y acabará frustrando sin duda los vectores más creativos que requieren cierta serenidad y bastante apacibilidad para desarrollarse. Como se ha escrito en análisis recientes, mientras se rememora lo que ocurrió hace un año se detectan algunos síntomas esperanzadores de distensión, pero se echa de menos que el soberanismo resuelva de una vez sus diferencias internas y adopte una posición pragmática y valiente que haga posible avanzar en todos sentidos, sin renunciar, claro está, a las convicciones de cada cual.