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ernesto escapa
León

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León festejaba la alegría de haberse librado del tributo de las Cien doncellas a mediados de agosto, del catorce al diecisiete, con la dádiva de un cuarto del toro corrido por san Roque, 250 reales y los cestillos de pan y fruta. Hace cuatro siglos, el fraile autor de la Pícara Justina presentó en su novela a la sotadera que recluta y conduce a las doncellas como «la cosa más vieja y mala que vi en toda mi vida». Vieja, fea y perversa.

Un personaje dibujado con «hechos dignos de entrar con letra colorada en el almanaque de Celestina». Más de mil años después, la ciudad celebra la liberación de aquel tributo nefando contraído por Mauregato a fines del siglo octavo. Este bastardo de Alfonso I y la esclava mora Sisalda empeñó con Córdoba el envío anual de 50 doncellas nobles y otras 50 plebeyas. De hecho, hace poco más de medio siglo la ciudad bautizó con su nombre el portillo de la muralla abierto en la avenida de los Cubos, detrás de la catedral. Movidas las fechas de agosto a octubre, permanece el ritual, que ahora se prolonga con la bajada desde la catedral a la plaza del Grano.

Lo que resulta menos disculpable es que también permanezca y se jalee el equívoco sobre la liberación del tributo. Las políticas ceremonias y sus cronistas sucesivos aplauden con fervor el auxilio de Santiago en Clavijo, desdeñando de paso la primera gran victoria cristiana sobre el moro, que fue la batalla de Simancas del 939, donde el rey leonés Ramiro II derrotó al califa rubio Abderramán III, fundador de Medina Azahara que convirtió a Córdoba en la perla de Occidente. La ciudad milenaria musulmana que disputaba con León la primacía peninsular. También la tradición española incorpora a Santiago en su caballo blanco batallando en Simancas, frontera del Duero, donde «cortaba cabezas como suele la hoz derribar espigas». Ramiro II tuvo que sofocar graves disputas familiares con su hermano Alfonso, a quien mandó sacar los ojos para recluirlo en Ruiforco, antes de fundar en Palat de Rey el primer templo de la ciudad.

Eliade estudió el proceso de transmisión entre realidad y leyenda, cuando un elemento irrelevante cobra envergadura y empieza a correr de boca en boca. Sin aprovechar la fiesta para ponernos estupendos, conviene devolver a su cauce una celebración centenaria, despojándola de apósitos y trapalejos adosados por siglos de clerigalla, para que ritual y festejo adquieran auténtico vuelo. Porque otro año más los días luminosos del otoño leonés, presididos por san Froilán, arrancan con el desfile de pendones vecinales en la fiesta de las Cantaderas. Como el mito de Teseo, que cumplió Atenas con el rey Minos, las Cantaderas representan un tributo de iniciación, de los destinados a aplacar la embestida del mal.

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